Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Valentí Gómez i Oliver

Repasando papeles viejos me reencuentro con la aproximación al castellano de un poema en catalán, de Valentí Gómez i Oliver.

Conocer a Valentí es algo así como conocer a una fuerza de la Naturaleza…, y conste que no digo la Madre Naturaleza porque jamás padecí el complejo de Edipo. Valentí Gómez i Oliver es hijo de malagueño y catalana, una mezcla que en su caso ha resultado de lo más recomendableal menos para la poesía catalana. Una poesía que espera desde principios del siglo pasado la unción del Nobel, recaído tan tempranamente como 1904 en su hermano el provenzal, y ello gracias a Frédéric Mistral, el poeta cuyo apellido reaparece luego en la nómina Nobel a través del seudónimo de una chilena llamada en el siglo Lucila Godoy Alcayaga, pero que firmaba Gabriela Mistral. Así son de inextricables los caminos del señor Nobel.

Pero volvamos a Valentí Gómez i Oliver. A Valentí lo conocí el año 1984 en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, donde él se encargaba de dirigir el mercado de los audiovisuales. Luego me lo he ido encontrando a lo largo de la vida en otros lugares tales como la Feria del Libro de Francfort y mi propia casa, en una noche inolvidable en la que se conocieron él y José F. A. Oliver, poeta alemán hijo de padres malagueños, como el padre de Valentí, pero con una madre del mismo apellido catalán que la madre de Valentí. Así de inextricables son los caminos del Señor, esta vez con mayúscula.

Pues bien, de Valentí Gómez i Oliver, les quiero ofrecer un poema de su libro Oro verde, titulado “El peso de la muerte”, y cuya aproximación al castellano, hecha al alimón con mi compañera Teresa Coll, dice así:

Cuando Goethe atravesó
el antiguo paso del Brennero
escribió, poco después,
que había esperado ese gran viaje
para poder surcar la tierra prometida
il dolce paese della bellezza
y para conocerlo de cerca
como se estudia un cuerpo.

Pasados un par de siglos,
a mediados de octubre
de 1988,
un emigrante turco
de siete años
atravesaba la frontera
suizo–italiana a pie,
con sus hermanos y padres,
enmedio de la nieve,
por el oscuro puerto de una montaña
llamado il passo dello Spluga,
y a la desdichada piña
de ocho clandestinos
se les abrían puertas maldecidas
de un trabajo infernal.

De seguro que Goethe
no se lo imaginaría
­–mas tendría que saberlo–
que el pobre niño turco,
en la destemplada noche de la travesía,
de frío y de cansancio
se moriría en brazos
de su impotente,
pálido,
loco y desesperado padre.

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