Les propongo una adivinanza, a ver si descubren quién es el personaje que describo.
Del que puedo decir que no sería exagerado afirmar que la gran pasión de su vida, además de las mujeres (se casó nada menos que cinco veces), fue la música. En cierta ocasión recordó, y además de recordarlo también lo escribió, que una noche, a los catorce años de su edad, trepó los escalones que se amontonaban «desesperadamente hasta llegar al paraíso. Oiría por primera vez a un pianista célebre. Pensaba en el esfuerzo que me costaba subir la escalera y lo que encontraría al llegar arriba: se me ocurrió la palabra cumbre al imaginarme el paraíso. Y era porque los maestros de piano, las mamás de los alumnos y los periodistas que elogiaban a los célebres no tenían otro lugar común que “el esfuerzo para llegar a la cumbre del arte”».
Cuando sucedía todo esto que él cuenta, Arthur Rimbaud, quien había nacido el mismo día del calendario que él, podría haber cumplido los 62 años, y nuestro hombrecito llevaba ya cinco estudiando piano. Muy poco tiempo después de su experiencia del paraíso, comenzó a trabajar tocando el piano en los cines, acompañando con su música las películas mudas. También por aquél entonces viajó a un país vecino, y luego lo rememoró así:
«En mi primera mañana [allí] muchas cosas se atrevían a ser distintas a las de mi país, pero la inocencia con que lo hacían me encantaba y yo iba corriendo a apuntarlas en el cuaderno íntimo. En él aparecía un camarada levantando una mano casi hasta la altura del hombro y diciendo: “Este invierno nevó de este porte”. La palabra “porte” no se usaba en nuestro país, pero él se había acostumbrado a decirla como a ver el invierno».
A los veinte años se inició como concertista de piano, si bien no dio su primer concierto en la capital del país hasta cinco años después. A los 37 tocó a Stravinski en la megalópolis al norte del lugar de su nacimiento, y a los 54 intervino en audiciones radiales colaborando –¡quién lo diría de él!– en una campaña anticomunista. Murió a los 62 años de la misma enfermedad que alguien que lo admiró irrestrictamente y que le siguió a la tumba veinte años y treinta días después.
Con todo, la fama que aureola su nombre no tiene nada que ver con ese violín de Ingres suyo que fue el piano, y su admirador irrestricto (quien tenía como violín de Ingres la trompeta) le dedicó una vez las siguientes líneas: «Te imaginarás mi sorpresa cuando llegué a un epistolario en el que aparecían las cartas que le escribiste a un amigo mientras hacías una gira musical. Como si nada, sin el menor respeto a un amigo como yo, una carta en la ciudad de Chascomús, el 26.12.1939. No es broma, yo vivía entonces [allí] y podríamos habernos encontrado y conocido. Andabas dando tumbos musicales por mi zona. Qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un zaguán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera salido una amistad para toda la vida» .
Hasta aquí la tercera cita de la adivinanza, palabras de un autor que se cuenta entre los más revolucionarios del idioma de Cervantes, una auténtica lumbrera deslumbrante. Si yo les insinuase, sólo les insinuase, de qué va en su libro más conocido y siempre codiciosamente leído, porque cada vez se lo puede leer de una manera distinta, ustedes sacarían enseguida la primera punta del ovillo y llegarían sin ninguna dificultad a nuestro personaje enmascarado por mis palabras. Pero me estoy temiendo que ya hasta les dije demasiado, que ya saben que ese su admirador irrestricto no pudo ser otro que… Exactamente, correcto, sí, es él. Y ahora la pregunta del millón: ¿quién fue el concertista de piano que ha pasado a la historia por otros motivos que sus interpretaciones al teclado, quién fue ése, a pesar de todo, feliz mortal?
Aunque no lo parezca, con esta pregunta les acabo de facilitar una pista valiosísima. La próxima semana sabrán por qué.
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