Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Marcarle un gol a Ricardo Zamora

El revés de morir, del peruano Guillermo Thorndike, posiblemente sea el mejor libro escrito en español acerca del tema fútbol. Otros están mejor publicitados, han sido mejor distribuidos, tienen mejores valedores en el mercado, pero El revés de morir, sencillamente, es mejor.

Quiero rescatar de sus páginas, ahora que nos encontramos en plena Copa de las Confederaciones, el episodio peruano de la gira del Español de Barcelona por América Latina, el año 1926. He aquí cómo Thorndike nos describe al arquero del equipo catalán y nos narra la épica jugada con la que Alberto Montellanos (a) Culebra le hizo un gol a Zamora:

«No es muy alto, pero sí elástico como una pantera, de piernas robustas que llaman la atención y dedos que manipulan la pelota como si para él fuese más pequeña. En el rostro, bien afeitado, resplandece una sonrisa de dientes iguales y blancos. Usa gorra con visera y prefiere una llamativa chompa blanca de punto grueso con unas franjas rojas. Parece un suéter de tenista. Lleva rodillera en la pierna derecha, medias negras con protectores y, ¡oh, novedad!, un par de guantes para atrapar pelotas.

«Tiene un aire limpio de escolar que salió de excursión. España delira por él. Allá lo conocen como El Divino. Así, a secas. Se llama Ricardo Zamora y es el mejor arquero que hay y que habrá por muchos años en este planeta. Tan popular como Juan Belmonte o Joselito, pertenece a la selección española. Quienes han logrado meterle un gol, se cuentan con los dedos. Más de un gol y en el mismo partido, dicen que nunca ha sucedido.

«El lunes 30 de agosto, fiesta de Santa Rosa de Lima, treinta mil personas se impacientaban en las tribunas del Círcolo Sportivo esperando un milagro: que Alianza hiciera un gol a Zamora.

«Estaba carajo en todas partes: El Divino volvió a salir y rechazó graciosamente el disparo del centro forward. Pero no son Saprisa o Portas [sus defensas] quienes reciben la pelota. Allá avanza Kochoy dispuesto a fulminar el arco. En la silenciosa antesala del gol se escucha el potente derechazo que enciende el disparo. Siempre en puntas de pie, Zamora vuela. Sí, José, claro que sí, el hombre volaba. No salta, flota al encuentro del fusilazo y lo aprisiona con ambas manos. Ni siquiera ha perdido la gorra, su anchísima sonrisa. Treinta mil aficionados se ponen de pie. Los músicos emprenden un pasodoble. Diríase que Joselito acaba de cortar  rabo y orejas. En el Estadio del Círcolo solo faltan los pañuelos al viento.

«¿Cuántos son? Once, ¿qué más van a ser? Son doce, carajo, yo veo doce. En efecto, eran doce. Así presionados por Alianza, el Divino Zamora sale de su área a cortar, como un zaguero más, jugadas peligrosas. ¿Qué arquero es éste que se aleja hasta veinte metros de sus palos? Tenso, contraído por dentro, en puntas de pies en la orilla de su área, Zamora auxilia a Saprisa y Portas. Cuando no patea, avienta la bola con la diestra y da en el blanco a casi media cancha de distancia. Así descubre el forzudo poder de sus brazos habituados al más violento deporte de la pelota vasca.

«No hay como desanidar a los españoles de su arco. También ellos ofatean peligro y se amontonan en derredor de Zamora. García descerraja un centro hacia el medio campo, () quita Carranza y entrega a Montellanos. Saprisa sale a su encuentro. Una finta y el defensa español equivoca la dirección. El Divino contempla preocupado al menudo delantero del Alianza. Presiente que va a disparar. ¿Adónde?  Otra finta y Zamora se carga a la izquierda. El cañonazo de Montellanos corta veinte metros de aire y se incrusta dentro del arco en la esquina opuesta. ¡Gol, carajo, gol! ¿Quién dice que no se podía? Los músicos soplan una marinera y la multitud agita sus pañuelos. Rabo y orejas para Culebra. El Divino vuelve de su asombro, recoge la pelota, trota al encuentro de Alberto Montellanos. Ofrece su diestra y le entrega la bola» .

Hasta aquí mi larga cita del libro de Guillermo Thorndike. Y una pregunta para terminar:

¿Se imaginan ustedes a un arquero de nuestros tiempos, acudiendo a  devolver el balón al delantero que le acaba de marcar un gol, y darle la mano para felicitarlo?  Un arquero que, además, ya practicaba naturalmente en 1926 lo que los Higuitas y los Chilaverts y los Campos, los Neuer y los Buffons y los Casillas, e tutti quanti, practican hoy como si hubiesen inventado la pólvora y descubierto el Mediterráneo. Yo sí me lo imagino: fue Ricardo Zamora, el más grande arquero de todos los tiempos. Por algo lo sería.

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