Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Lawrence Durrell (*27.2.1912)

El 26 de octubre, al insertar aquí mi segunda lista de #30Libros, consigné como # 13, dedicado a elegir un epistolario, la Correspondencia privada de Lawrence Durrell con Henry Miller.

Dije allá que es en verdad fascinante asistir paso a paso al desarrollo de esta amistad que se inicia cuando Durrell le escribe a Miller para decirle cuánto lo admira y anunciarle que le envía un libro que acaba de publicar, y cómo con el tiempo es Miller quien se convierte en discípulo de su antaño discípulo y le escribe para consultarle y pedirle consejo. Lección de humildad tan grande que no me extraña que no se hable de ella entre los literatos del establishment, tan seguros de sí mismos y de su literatura gracias a las cifras que les cantan las sirenas de sus relaciones públicas.

Y ahora resulta que el lunes recién pasado se ha cumplido el centenario del nacimiento de Durrell, y estuve de rastreo por las páginas culturales de los seis diarios cuyos suplementos suelo visitar, y ninguno de ellos le había dedicado el más mínimo recuerdo. Me parece injusta, por decir lo menos, esta desmemoria del autor de El cuarteto de Alejandría, para no citar nada más que una de sus obras. Y aunque no soy un experto en ellas, sino nada más que un mero lector apasionado de algunas, no voy a pasar de largo ante su nombre y su efeméride.

De su Cuarteto de Alejandría, además de personajes absolutamente inolvidables, Justine, Clea, Mountolive, Nessim Hosnani, Balthazar, Pursewarden, Darley como alter ego de Durrel, y entre ellos, a veces, el poeta Cavafis además, digo, quedará para siempre el recuerdo epifánico de la lectura de la cacería de patos, una de las escenas más bellas que se hayan escrito en idioma alguno durante el siglo XX.

De sus demás novelas y libros de viaje, de su teatro, poco puedo hablar por haberlos leído poco y casi sin provecho, fijado mentalmente por el Cuarteto y por el volumen de su correspondencia privada con Miller. Pero sí quiero decir que me divertí sin rebozo con un libro suyo de esos que los críticos, desde sus coturnos, llaman “menores”. Es un libro de anécdotas acerca del mundo diplomático: Esprit de Corps. Porque ocurre que Durrell se incluye en la nómina de escritores británicos que desde los lejanos tiempos de Richard Francis Burton estuvieron al servicio del Imperio británico, bien en funciones consulares, diplomáticas y/o de “inteligencia” (es decir, como espías): Lawrence de Arabia, Somerset Maugham, Graham Greene, John LeCarré, tantos otros. Y en Esprit de Corps Durrell nos legó un monumento de gracia y de ironía sobre el tema.

En homenaje suyo, hoy, he releído la primera de las anécdotas, “¡Nos llama el mar!”, que trata de una fiesta organizada por el embajador británico en Belgrado, en tiempos de Tito, para todo el cuerpo diplomático acreditado en la capital de la entonces llamada Yugoslavia. La fiesta es en una balsa, sobre el Danubio, un party fluvial con comida bufé, música y baile, y por supuesto la balsa está amarrada a la orilla. Pero al parecer hay un saboteador en la embajada, que corta las amarras, y la balsa empieza a despegarse de la orilla, se va al centro del río y empieza a navegar (¡a 14 nudos!) rumbo a su confluencia con el Save, donde se produce un verdadero torbellino de las aguas. Sólo que los pasajeros de la balsa no se dan cuenta y continúan con la fiesta, bebiendo y bailando. Durrell conjetura que los del Titanic debieron de pasarlo igual así mientras llegaba el iceberg sin que ellos lo supieran. Pero lo malo no es eso. Queda lo peor.

Lo peor es que en la Yugoslavia de entonces reina una atmósfera de desconfianza de todo y de todos, porque Tito se ha independizado de la Unión Soviética pero el país está rodeado por vasallos del Kremlin. Y el ambiente es histérico, se teme una invasión en cualquier momento. De manera que cuando un centinela en la orilla del río descubre la balsa deslizándose en la noche, con música, luces y todo el programa, sospecha que se trata de alguna fuerza paracaidista checoslovaca, camuflada con trajes de gala, pero que va camino de Belgrado para derrocar al mariscal Tito y su gobierno. La consecuencia es que la balsa es ametrallada, si bien con tan mala puntería que sólo le aciertan a un gran recipiente conteniendo jugo de tomate, que se desparrama por todas partes y cubre a los invitados de tal modo que aquello parece un baño de sangre.

El embajador argentino, que al oír los primeros disparos se parapetó detrás de «las hannoveranas espaldas» (Durrell dixit!) de Frau Hess, la esposa del jefe de la legación tedesca, de repente ve una mancha roja extendiéndose sobre su smoking blanco y empalidece: «¡Caramba [en español en el original], me han herido!», y se desmaya a los pies de la dicha Frau Hess.

Todo el relato respira vida observada desde un periscopio irónico, el de alguien que inmerso en aquellas procelosas aguas nunca perdió el sentido del humor. Es un Durrell del que en castellano se sabe poco, o nada, y esa obra, “menor”, una de las suyas más rescatables.

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