Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

In memoriam Camilo José Cela (17.1.2002)

Mi amistad con Camilo José Cela, como muchas otras de las que he hecho a lo largo de la vida, comenzó por medio de unas cartas. Le escribí desde la Radio Deutsche Welle a su dirección de la Real Academia de la Lengua haciéndole una consulta sobre si podíamos usar una palabra que no figuraba en el dignísimo diccionario de la misma. La respuesta, que no se hizo esperar ni es apta para menores, resolvió nuestra duda. A partir de entonces, aún más, no me ha preocupado nunca usar palabras no registradas en los cementerios del idioma: me basta con que expresen lo que quiero decir y con que todo el que me escucha o me lee, entienda lo que quise decir.

Años después, en ocasión de su primera visita a Alemania, lo conocí personalmente, y al muy poco tiempo, en otra visita que hizo a este país, el entonces embajador de España me pidió que fuese el acompañante de Cela durante su estadía en Bonn y Colonia. De manera que durante tres días fuimos y vinimos de aquí para allá, compartiendo almuerzos, cenas, paseos y larguísimas conversaciones que fraguaron una amistad sin sombras.

Una amistad de la que yo fui el único beneficiario porque Camilo me trató siempre con una generosidad y un cariño inauditos, que nunca supe cómo reciprocarle. Buena prueba de esa generosidad y ese cariño es el ejemplar artesanal de un libro suyo que me envió dedicado, un libro cien por cien hecho a mano e ilustrado a todo color con unos dibujos de Pablo Picasso. Y sépase que si lo llamo Camilo, a secas, sé que puedo llamarlo así porque así me lo exigió, igual que me impuso el tuteo que yo, por respeto, estuve negándole al principio.

Siendo ya Premio Nobel, en 1990, en San Lorenzo de El Escorial, durante los cursos de verano de la Universidad Complutense, me descubrió asistiendo a unas conferencias acerca del castellano en los Estados Unidos, e ipso fuckto me secuestró (no encuentro otra palabra) hasta su mesa del comedor principal y el círculo de sus amigos más íntimos, como el inolvidable Mariano Tudela, persona tan querida y excelente biógrafo de Ramón Gómez de la Serna.

Tres años más tarde, Cela extremó su deferencia hacia mí hasta el extremo de dedicarme un artículo muy divertido, con esa prosa suya que era uno de los pocos lujos que se ha permitido el idioma castellano en el siglo XX: hablaba allí de los Ricardos que le resultaban conocidos, Ricardo Corazón de León, Ricardo Wagner y el legendario arquero del mejor seleccionado de fútbol de todos los tiempos, Ricardo Zamora, para terminar hablando de su amigo Ricardo Bada, quien lo había representado en Hamburgo en una ceremonia donde la tertulia literaria El Butacón le distinguió con la Copa de la Amistad.

Por mi parte, también yo le rendí un homenaje poco habitual que fue resumir en uno solo, y como si se tratase de uno nuevo, los cinco suyos de viajes por España, un país que recorrió casi íntegramente a pie y escribiendo y publicando sus impresiones de andariego impenitente, legándonos entre ellas un clásico del idioma, su magistral Viaje a la Alcarria.

Fue Camilo una persona muy discutida, muy controvertida y muy desdeñada, le reprocharon una malsonancia, una vulgaridad y una avidez que eran como sus señas de identidad exteriores, las que permitían distinguirlo de tanta ñoñería, tanta corrección y tanto snobismo rastacuero que son actualmente las marcas más visibles de una profesión vendida con armas y bagajes al Estado protector y a la industria editorial.

De ninguno de estos dos peligros necesitó salvarse Cela. Cuando aparecieron ya estaba él aupado por encima del resto de la tribu, ejerciendo su inalienable derecho a continuar por su cuenta y riesgo la picaresca del Siglo de Oro. Y al llamarlo pícaro le estoy rindiendo nuevamente homenaje: Camilo fue el lazarillo de Tormes que sacó a la literatura española de las tinieblas del franquismo. Ese fue su oficio, y es por ello quizás que uno de sus mejores libros se titula Oficio de tinieblas.

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