Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Homenaje al perejil

En este post de hoy, con el permiso de ustedes, y si el tiempo no lo impide –como dicen los carteles de las corridas de toros–, voy a hablar del perejil, quizás la más humilde, con seguridad una de las más sanas yerbas con que nos alegra nuestra Madre común, la Naturaleza.

Surfeando en internet descubro que la petroselinum sativum, como familiarmente la llaman los botánicos, era bastante apreciada por los antiguos romanos, quienes se la dispensaban a los gladiadores antes de sus combates, o sea que lo del dopaje ya era el pan nuestro de cada día hasta en los estadios de la vieja Roma.

Eso sí: hay que tener muchísimo cuidado al consumirlo, al humilde perejil, porque su variedad silvestre casi lo equipara visualmente con la cicuta, de la que, como todos ustedes saben, el buen Sócrates ingirió cierto día una no menos buena dosis, y no precisamente en las rocas, ni aliviada con agua tónica. Una dosis que lo pasaportó para el otro mundo, sea donde fuere que el otro mundo se halle. Los más pesimistas creemos que no puede haberlo peor que éste en que vivimos, pero ésa es otra historia. Sigamos con el perejil.

Esta umbelífera de frutos diaquenios se cuenta entre las más directas competidoras del oloroso y delicioso ajo, y los cocineros saben apreciarla para condimentar sus guisos, en especial cuando en ellos intervienen los pescados. Pero también los farmacólogos y, desde luego, los curanderos, echan mano de ella en casos de edemas, celulitis, insuficiencia cardíaca, inapetencia, anemia, agotamiento físico, dismenorrea, picaduras de insectos venenosos, y hasta inapetencia de otra índole que la alimenticia, puesto que en su composición química interviene la apiína, esa substancia dizque afrodisíaca cuya matriz vegetal es el inocente apio.

Dicho sea de paso, el apio todavía no se halla incluido en la lista de la Administración Federal de Drogas de los Estados Unidos de América situados entre el Canadá y los Estados Unidos Mexicanos, pero ya verán ustedes cómo llegará el día que les pondrán las esposas y meterán en la cárcel a los cocineros que aderezan sus sancochos con la sal del apio: les apuesto doble contra sencillo.

Arribado a este punto no puedo sino recordar que el perejil era la especie vegetal preferida por mi paisano Juan Ramón Jiménez, quien casi la elevó a la condición de planta heráldica de sus poéticos campos, y ello mucho antes de que se adelantase 26 años a Gabo en la carrera por los Premios Nobel.

En el capítulo 121 de Platero y yo, Juan Ramón cuenta aquella otra carrera de unas colegialas de su pueblo natal, Moguer, a ver quien era la primera en llegar «corriendo, en un alegre alboroto blanco y rosa al sol amarillo», hasta el lugar donde crecían las violetas. El premio no era una medalla de oro, como en las Olimpiadas, sino un libro de estampas que el poeta había recibido la víspera, enviado desde Viena. Lo malo es que Platero, el aguafiestas, al ver correr a las criaturas, también él se echó a correr y les ganó en la recta final.

Cito ahora del libro inmortal: «Les dije [a las niñas] que aquella carrera la había ganado Platero y que era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que como Platero no sabía leer, [el libro] se quedaría para otra carrera de ellas, pero que a Platero había que darle un premio. () Entonces, acordándome de mí mismo, pensé que Platero tendría el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis versos. Y cojiendo un poco de perejil () hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y máximo, como a un lacedemonio».

Platero y yo, un libro al que siempre vuelvo porque como el Quijote, como la Odisea, como el teatro de Shakespeare, está majestuosamente coronado de humilde perejil: un «honor fugaz y máximo», es decir, el mayor de todos mientras dure nuestra pisada de ave sobre ese efímero suelo de arena de la Historia, eternamente dibujado de nuevo por el viento.

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