Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Hermann Hesse : † 9.8.1962

En agosto se cumplieron cincuenta años del fallecimiento de Hermann Hesse en su casa suiza de Montagnola, y la efeméride no despertó un gran eco en los medios, ni siquiera alemanes. No sé si es injusto o no, sí sé lo que voy a confesar a continuación.

Mi relación con la obra de Hesse ha atravesado tres períodos. Primero lo leí de joven, en mis días universitarios: lo leí en castellano y en unas ediciones que llegaban de la Argentina, y no me produjo gran impresión, más bien recuerdo que me aburría. Y no es que padeciese rechazo por la literatura alemana, antes al contrario: era un apasionado lector de Thomas y Heinrich Mann, de Jakob Wassermann, de Franz Werfel y Heinrich Heine.

Habrían de pasar casi dos décadas para que volviese a hincarle el diente a la obra del autor de El lobo estepario, y entonces ya lo hice en Alemania y en alemán, a los 38 años de mi edad. Ahí ya no fue que me aburriese, me pareció sencillamente detestable. No ya indigerible, sino mucho peor -como sabiamente discernía Unamuno-: incluso indeglutible. No lograba entender las razones de ese boom, ligado a la obra de Hermann Hesse, que había surgido en los campus de las universidades estadounidenses. Me parecía un montaje que tenía mucho que ver con la proclividad gringa a todo lo esotérico, a todo lo que suena a trascendental aunque en el fondo no sea sino pompas de jabón: lindísimas, irisantes, resplandecientes, pero las pinchas con una aguja de coser y se desvanecen para siempre jamás.

Ocurre, sin embargo, que yo era por aquél entonces responsable de los programas culturales de la Radio Deutsche Welle y había tenido que releer a Hesse porque planificábamos unos programas especiales dedicados a él: en 1977 se cumplían cien años de su nacimiento. Y como no quise ser en manera alguna injusto con  alguien que, después de todo, recibió el Premio Nobel de Literatura (y no el de Química, como yo pensaba que hubiera sido más adecuado), entonces me puse en campaña y entrevisté a todo escritor latinoamericano que se acercó a menos de un metro de mi grabadora. ¿Quién era para ellos Hermann Hesse?, cuyo apellido, dicho sea de paso, todos, con muy pocas excepciones, pronunciaban como si fuese francés: Hess. Entrevisté, pues, a Manuel Puig y a Manuel Scorza, a Jorge Amado y Arturo Uslar Pietri, a José Donoso y Eduardo Galeano. Y no contento con ello hice entrevistar con cuestionarios míos a Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a Ernesto Sábato y Roberto Fernández Retamar. Y por si todo eso fuera poco, un día me llegó de París un casette en el que Julio Cortázar me contaba lo que él pensaba de Hesse.

El resumen era, para decirlo de alguna manera suave, no negativo sino prudente, cuidadoso, nadie se quería quemar los dedos diciendo que sí, pero no. Excepto en dos casos: Borges y Cortázar. Borges decía que sí, que se acordaba de algunos poemas de Hesse, pero que desde luego su autor no se contaba entre sus favoritos. Cortázar, haciendo honestamente la salvedad de que sólo había leído un libro suyo, Demian, lo desarmaba hasta dejarlo en el ridículo más cruel. Me sentí más o menos tranquilo, no era sólo yo quien no había podido conmoverse con tanta mística, tanto mesianismo, tanto esoterismo, tanto viaje al Oriente para descubrir dizque verdades eternas ocultas en un mantra o en la pronunciación litúrgico-ritual de la sílaba «Om».

Un cuarto de siglo después, hace diez años, volví a releer a Hesse, por una pura exigencia de honestidad profesional, con motivo de los cuarenta años de su muerte y unas crónicas que me encargaron. Quién sabe, me dije, si el Ricardo Bada de 63 años lo va a leer de un modo distinto que el de 18 o el de 39 años. Pero no. A diferencia de algunos vinos de mi bodega literaria, no fue de los que hubieran ganado con la edad. Con todo, y a fuer de sinceridad absoluta, también debo confesar que descubrí (redescubrí) algunos tesoros en su poesía, no en su prosa acicalada y con esa profundidad que no es sino el vacío de los pozos. Por ejemplo, este epigrama que no sé si alguna vez se ha traducido al castellano:

«Mucho ojo si poeta quieres ser
o si quieres tocar flauta o violín,
que semejante chusma suele propender
a frívolo, malandro o borrachín».

Y por ejemplo, en otro orden de cosas, estos versos que demuestran un notable conocimiento de la música, y que no creo que hayan sido traducidos antes a nuestro idioma:

«Lo que amaste y perseguiste,
lo que soñaste y viviste,
¿sabes aún de cierto si dolor
o placer fue? Sol sostenido
y la bemol, re sostenido o mi bemol,
¿puede diferenciarlos el oído?»

Creo que no, que el oído no puede diferenciarlos. De lo que concluyo que con Hermann Hesse quizás perdimos, y no por nuestra culpa, un excelente crítico musical. Pero muy poco más. Y me acuerdo de otro Premio Nobel que fue un gran crítico musical: Bernard Shaw. Pero todas las comparaciones son odiosas.

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