Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Gloria Trelles Celi : Guerrera

Cuando se muere la madre de un amigo entrañable, la pena del amigo la sentimos como propia. Pero si además su madre fue una campeona en la lucha por los Derechos Humanos, esa muerte la sentimos entonces como una pérdida irreparable, ya que esta lucha es a brazo partido y con gentes que son maestros en el arte de la sevicia, y se reproducen harto más rápido que las personas buenas. Gloria Trelles Celi fue una de esas mujeres tocadas por la varita mágica del deseo de vivir y el afán de que se haga justicia en este mundo. Era también la madre de un amigo mío del alma, Julio Mendívil, y estas son las palabras con las que él expresa su dolor ante una ausencia que ahora es ya definitiva :

Llegó de Piura en la adolescencia. Era la mayor de varios hermanos y muy temprano tuvo que renunciar a los estudios para contribuir económicamente a la familia. Se casó con mi padre —un hijo de papá que frecuentaba barrios populares— y fundó una familia próspera y exitosa. Contada así la historia de mi madre parece un cuento de hadas. Pero en realidad, su vida estuvo marcada por la tragedia. Sin embargo, jamás se postró ante ella. Siempre le dio cara y siguió adelante. Por eso no encuentro mejor manera de definirla que como le decía una de sus nietas: guerrera.

Llegué a creer que era inmortal. Debo haber tenido cinco o seis años cuando oí por primera vez a tíos y abuelos preguntarse qué sería de nosotros si moría mi madre. Le habían diagnosticado lupus, una enfermedad que trastorna el sistema de inmunidad y que meses antes le arrebató a una hermana y a una prima. Recuerdo vagamente que pasó un tiempo en el hospital y que los rumores sobre su salud eran cosa cotidiana en casa, pero recuerdo igualmente que mi madre se recuperó y volvió a dedicarse al cuidado de sus hijos. No había vencido a la enfermedad. En los años siguientes la vi perder el cabello por la quimioterapia o hincharse cuando comenzó a tomar cortisona. No obstante, mi madre jamás se amilanó; la vi una y otra vez domesticar la muerte y, como si quisiera seguir esa costumbre nacional de la impuntualidad, dejarla para más tarde. Creo que nunca tuvo tiempo para debilidades.

Teníamos en ese entonces un status de vida alto, íbamos a un colegio privado y nuestro entorno social generaba gastos enormes. Cuando en los años 70 nos sumimos en una crisis económica, mi madre, aunque enferma, se echó la familia encima y empezó a coser, a tejer para terceros y a hacer bufés para matrimonios o fiestas. No le fue fácil trabajar para solventar nuestros gastos y combatir al mismo tiempo la enfermedad. Estuvo muchas veces a punto de sucumbir. Recuerdo una tarde que regresé del colegio y la encontré aún cocinando. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Yo era un niño y me asusté. Le pregunté qué le pasaba. “Me estoy muriendo”, me contestó con brusquedad. Había rabia en su respuesta. Y aunque entonces yo no lo entendía, ahora sé que esa rabia también la ayudaba a no rendirse y a seguir luchando.

De pronto se estabilizó. El lupus se neutralizó y, sin proponérselo, mi madre se convirtió en un caso modelo. Me acuerdo que personas que padecían lupus la llamaban por teléfono o venían a casa a visitarla para pedirle consejos sobre cómo vencer la enfermedad. Siempre repitió lo mismo. Tenía ganas de vivir, de ver grandes y realizados a sus hijos y no podía ceder terreno a la enfermedad. Ahora se me ocurre que con aquella experiencia comenzó a desarrollar las dotes de líder que posteriormente la llevaron a convertirse en una persona pública, en una defensora de los derechos humanos en el Perú.

Eso fue en 1983, cuando mi hermano Jorge Luis fue brutalmente asesinado junto con otros periodistas en Uchuraccay, un pueblo de las alturas de Huanta. La versión oficial sostenía que un grupo de campesinos los confundió con una columna guerrillera, pese a que, cuanto menos, hubo indicios de una participación militar en la matanza. No la había vencido el lupus, ¿lo haría tal vez la tragedia? Fue todo lo contrario. La búsqueda de justicia le infundió vida, y junto con las viudas de los colegas de mi hermano se dedicó a combatir la impunidad frente a las violaciones de derechos humanos. Tuvo que soportar más infamias aún: la torpeza de un poder judicial corrupto, burlas, insultos, la injusta detención de mi hermana a principios de los 90 y la mía a finales de la misma década. Pero jamás la vi ceder; mi madre mostró siempre entereza y valentía. En los 80 la vi pararse frente al general Noel, entonces responsable militar de la zona de Ayacucho, y decirle que él era el responsable de la muerte de los periodistas. Mi padre trataba de contener su ira, infundiéndole miedo: “¡Te van a matar”, solía decirle. “¡Que me maten!”, le respondía, porque quien como ella había vencido tantas veces a la muerte ya no le tenía ningún respeto. No perdió el humor nunca. Durante un homenaje a los Mártires, en el cual yo toqué charango y ella debía hablar, el presentador confundió el nombre de mi hermano con el mío. “Voy a pedirle que suba al escenario a Gloria Trelles, madre del desaparecido compañero Julio Mendívil”, anunció. “Oiga”, le dijo ella cuando le alcanzaron el micrófono, “yo sigo pidiendo justicia para un hijo y usted ya me está matando otro”.

En 1984, en España, declaró a El País estas palabras que aún ahora me conmueven: “La muerte de mi hijo me abrió los ojos del todo. En Perú se pisotean los derechos humanos y vivimos cada vez peor. Las desapariciones proliferan; ahora acabo de presentar testimonios escritos de 103 casos ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Luchar por una vida digna y por el respeto a los derechos humanos es una buena razón para vivir”. Con Uchuraccay mi madre creció. Aprendió a ver el dolor del Otro, el de los desaparecidos, de los asesinados extrajudicialmente, de las mujeres violadas por los militares y senderistas, y así la búsqueda de justicia para su hijo se convirtió en una lucha contra la barbarie y el desprecio a la vida. Hizo giras nacionales e internacionales denunciando abusos y reclamando justicia. Me enorgullece decir que mi madre luchó 36 años por la justicia y me avergüenza reconocer que el Estado peruano no ha sido capaz de otorgarla en todo ese tiempo.

Con los años su salud comenzó a resquebrajarse nuevamente. Adquirió un cáncer. Pensé que era el fin. Me equivoqué. Mi madre volvió a salir airosa de esa lucha y unos años más tarde nuevamente espantó a la muerte cuando el cáncer, terco, volvió a embestirla. Quería conocer a mi hijo, su último nieto, nacido en la diáspora. La visitamos el año pasado, cuando su estado ya era crítico pero seguía siendo una persona dinámica que había que controlar para que no saliera sola a actos políticos o a los compromisos religiosos que solía tener como católica practicante. Cuando partimos de vuelta a Europa, mi madre me confesó algo que pocas veces le oí decir: “¡Qué feliz me siento”, me susurró al abrazarme en el aeropuerto. “Ahora sí me puedo morir tranquila”. Pensé que sería la última vez que la vería. Me equivoqué una vez más. Cuando volví en diciembre al Perú, ahí estaba ella, dolida, y sin embargo, llena de vida y de proyectos y, como siempre, sedienta de justicia.

Un paro cerebral la puso al borde de la muerte hace unas semanas. A su edad y con lo maltrecha que estaba su salud, hacerse esperanzas era pecar de optimista. No obstante, en lo más recóndito de mi ser, seguía abrigando la ilusión de que tal vez otra vez podría burlar a la muerte, de que tal vez sí fuese inmortal. Se fue el pasado miércoles 24. Acaso la muerte le dé lo que este mundo jamás supo darle: paz. No alcanzó la justicia. Pero dejó un ejemplo de lucha que no solo perdura en nosotros sus hijos y sus nietos, sino en muchos de los que la conocieron. Es eso lo que me sugieren tantas muestras de cariño y admiración que me llegan desde tantas partes del planeta.

¿Escuchan los muertos lo que decimos de ellos? No creo en dios, no creo en la vida después de la muerte. Tengo por eso la convicción de que nunca volveré a ver mi madre. No me importa. Porque todo lo que ella me dio —su coraje, su integridad, su dignidad, su entrega inquebrantable por la justicia, su sonrisa— vivirá en mí mientras siga en este mundo. Y cuando me vaya, quedará en mis hijos como la extensión del amor que ella supo entregarme, ese amor tan inmenso, pero al fin y al cabo tan humano, que como diría César Vallejo, nada pudo contra la muerte.

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