Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Enrique Jardiel Poncela (*1901- †1952)

Qué rabia me dio lo desapercibido que pasó en 2001 el centenario del nacimiento, en Madrid, de un niño a quien sus padres hicieron bautizar con el nombre de Enrique: sus apellidos eran Jardiel y Poncela. Andando el tiempo, esa conjunción de nombre y apellidos se transformaría en la marca registrada del humorismo más despampanante. 

Enrique Jardiel Poncela ha sido, con seguridad, el humorista más famoso del idioma castellano en los años treinta, muchas de sus comedias siguen siendo representadas en los teatros, y sus cuatro novelas continúan siendo reeditadas con una constancia que habla en favor del gancho que todavía poseen para los lectores de medio siglo después.

Inolvidables serán, para quienes lo leímos en los tiempos del más retrógrado franquismo (y espero me disculpen semejante redundancia), esas inyecciones de sanísimo humor, de humor anarquista (y me disculpan que vuelva a incidir en malditas redundancias), los lenitivos, pues, que eran sus libros, que nos redimían de la chatura ambiente, y eso a pesar de que se publicaban ferozmente censurados, sobre todo las novelas.

Ya los títulos prometían sorpresas sin cuento, y creo que Jardiel Poncela es el más fértil de los ingenios en materia de títulos magistrales que ha habido en nuestro idioma desde Calderón de la Barca: pues descontando esas dos enormes metáforas y epifanías que son La vida es sueño y El gran teatro del mundo, en lengua de Castilla no hemos sido muy afortunados por lo que se refiere a la titulación de obras literarias.

Jardiel Poncela es la excepción que marca el siglo XX, y para corroborarlo basta con que lean esta lista: Una noche de primavera sin sueño, Un adulterio decente, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Un marido de ida y vuelta, Los ladrones somos gente honrada, Madre (el drama padre), Los habitantes de la casa deshabitada, Tú y yo somos tres, El sexo débil ha hecho gimnasia, Amor se escribe sin hache y para que la lista no se haga interminable citaré por último su novela dizque erótica y titulada Pero…¿hubo alguna vez once mil vírgenes?

Hay frases de Jardiel Poncela que se quedan grabadas en la memoria para siempre, como aquella que misóginamente asevera: «Ya no existen virtuosas ni entre las violinistas».

Jardiel descubrió además terrenos inexplorados hasta entonces y que luego veríamos transformados en maravillas como el «Tablero de Dirección» de Rayuela y el idioma gíglico en que se expresan los paredros de Julio Cortázar: en ambos casos el árbol genealógico puede establecerse como de clara estirpe Jardiel Poncela, cuyo humor encajó muy bien en los parámetros lúdicos del gran cronopio.

Cosa triste es, muy triste, pensar que Jardiel murió ninguneado por una sociedad a la que había entregado lo mejor de su inteligencia y de su inmensa capacidad de trabajo. Cuando falleció en Madrid, a la temprana edad de cincuenta años, cuatro meses y tres días, su esquela fúnebre hubiese podido expresar, con absoluta certeza, que la causa de su muerte fueron el desánimo, y quizás la rabia, frente a una incomprensión analfabeta sumada a la envidia más repugnante.

Los que debemos a Jardiel Poncela algunas de las pocas horas de diversión desternillante que nos permitió el régimen del general inferiocre, nunca entenderemos que apoyase a ese mismo régimen que terminaría por aniquilarlo físicamente. Al mismo tiempo, y sin embargo, conservaremos siempre, de él, un recuerdo agradecido por tanta risa, tanto horizonte abierto, tanta sanidad mental como supo transmitirnos.

Todos cometemos errores. El suyo fue fatal: en vez de exiliarse a Colombia, a México, a la Argentina, donde lo habrían recibido con los brazos abiertos, Jardiel Poncela eligió querer seguir haciendo reír a un pueblo tan genéticamente negado para el humor como lo era (ojalá no lo siga siendo) el español. Lo pagó muy caro. Como se solía pagar en la España de Franco: con la vida.

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