Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Armando Palacio Valdés y el racismo

Muy bien dice el dicho decidero (© by Unamuno) que por la boca muere el pez, y a ello habría que añadir que los escritores suelen morir por la pluma.

A quien suscribe, siendo redactor de la Cope 14, en Huelva, 1960, la censura –ya saben: la delegación provincial de información y turismo, sólo que ellos lo escribían todo con mayúsculas– me envió el primer aviso cuando un buen día se me ocurrió afirmar a través del indefenso micrófono que «los españoles no  somos racistas porque, gracias a Dios, todos somos blancos». ¡Ay!  Me morí para la radio española, pero creo que no fue grave la pérdida. Sólo que en estos días he tenido que volver a recordar aquel episodio, y ratificarme a posteriori en lo que in illo tempore sostuve.

En estos días, por motivos cuya explicación sería no larga, sino hasta kilométrica, he estado releyendo varias novelas de don Armando Palacio Valdés. No sé si les suena, pero igual.

Y lo cierto es que su prosa narrativa me parece que sigue teniendo garra. En particular en dos obras que aparecieron independientes y consecutivas, pero configuran una sola: Riverita y Maximina. Son como Fortunata y Jacinta, aunque en mi menor, bastante menor. Y sin embargo: a más de uno de nuestros celebrados narradores hodiernos se le desearía tan buena mano para captar un mundo, una época, unas circunstancias. Pero… El eterno pero.

Riverita se publicó en 1886, cuando España todavía usufructuaba colonias: Cuba, Puerto Rico, Filipinas. Y he aquí que don Armando Palacio Valdés nos presenta en Riverita un personaje cubano, y no sólo éso, nos transcribe un poco socarronamente su fonética. Lean lo que sigue:

«Había nacido en Cuba, de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España. Figuraba en la Academia de Jurisprudencia como orador de esperanzas, y había fundado en compañía de otros una sociedad para la abolición de la esclavitud. En estos asuntos de interés humanitario mostraba Valle (Arturo del Valle era su nombre) una actividad y un interés tan laudables como prodigiosos. El número de asambleas o meetings, como se decía en los periódicos, y de banquetes que por su iniciativa se habían promovido, era incalculable.

El de artículos y folletos que había escrito en apoyo de sus ideas generosas, tampoco podía apreciarse con exactitud. En estos folletos solía venir debajo del título, a modo de sello, un pésimo grabado representando un negrito de rodillas y aherrojado con las manos levantadas al cielo. En los banquetes figuraba también otro negrito, pero de carne y hueso. A los postres de estos festines humanitarios rara vez dejaba Valle de levantarse, diciendo en voz alta y solemne:

– Se me dise, señore, que ahí afuera hay un hombre de coló que desea fraternisá con nosotros.

¿Tenéis inconveniente en que esta víctima de la injusticia social entre a saludaros?

– ¡Que entre, que entre ahora mismo! –gritaba la asamblea como un solo hombre, presa de entusiasmo abolicionista.

Entonces Valle abría la puerta y sacaba de la mano al negrito, el cual se dejaba abrazar de todos los comensales entre vítores y aplausos. Y después se emborrachaba como cualquier blanco, y aún mejor algunas veces» (Riverita, pg. 27 de la edición en Colección Austral).

Hasta aquí, si bien ese final no es políticamente muy correcto para los criterios actuales, todo va bien, señora marquesa. Pero la Historia, ¡ay!, la Historia es maestra que mucho enseña, y al cubano Valle, afincado en la metrópoli, le enseñó en demasía. De manera que no pasaron muchos años, más bien pocos, desde lo que don Armando nos contó en las líneas anteriores, y lean ahora en qué vino a parar tanta solidaridad con lo que aún no se llamaba Tercer Mundo:

«Era Valle uno de los oradores más importantes a la sazón, no sólo del Ateneo, sino también del Congreso. Hacía ya tiempo que era conservador, y de los más intransigentes. De aquella fervorosa manifestación de entusiasmo democrático sólo quedaban en las librerías de viejo algunos residuos acusadores. En varias de ellas solía verse todavía algún folleto abolicionista de Valle, con su correspondiente negrito aherrojado en la cubierta, las manos levantadas al cielo en demanda de justicia. Ningún transeúnte le hacía caso. El mismo Valle, al cruzar por delante de él, solía apartar los ojos con desprecio, no exento de rencor. El negrito auténtico, esto es, el de carne y hueso que asistía a los banquetes abolicionistas, hacía ya tiempo que había desaparecido de Madrid sin que nadie supiese dónde había ido a parar. Tal vez cansado y ahito de las comidas sentimentales, se hubiera marchado al África a reponer el estómago con los platos más nutritivos de la cocina antropófaga» (Riverita, pgs. 87/88 de la edición antecitada).

¡Ay! –una vez más–, aquí no estamos en presencia de una expresión políticamente incorrecta sino de un arrogante racismo encubierto por un chiste de mal gusto. Y ha sido esta frase la que ha vuelto a ratificarme en algo que siempre he creído y que afirmé expresis verbis en 1960: que los españoles no somos racistas porque, gracias a Dios, todos somos blancos. Menos mal que ahora ya no hay censura que me dé una patada en salva sea la parte por decirlo en público.

¿O sí?  En cualquier caso, a los investigadores de la literatura española les estoy ofreciendo aquí un terreno todavía no desbrozado, que yo sepa. Y me temo que se van a llevar las peores de las sorpresas.

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