Una cosa que me gusta seguir haciendo en mi blog es esa antología de páginas que les anuncié hace meses traduciendo una de las memorias de Liv Ullmann, y que luego continué con otras de las memorias de Jorge Amado y de Marcos Ana, y con un diálogo del primer acto de Cena de Navidad, la obra de José López Rubio.
Hoy le toca el turno a un capitulo conmovedor de uno de los libros que más veces y de manera más intensa he leído a lo largo de mis muchos años, un libro que es una joya que tanto más brilla cuanto más la va puliendo su relectura, un libro que se titula Platero y yo, y que no precisa de más presentación.
LXI – LA PERRA PARIDA
La perra de que te hablo, Platero, es la de Lobato, el tirador.
Tú la conoces bien, porque la hemos encontrado muchas veces
por el camino de los Llanos… ¿ Te acuerdas ? Aquella dorada y
blanca, como un poniente anubarrado de mayo… Parió cuatro
perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a su choza de las Madres
porque se le estaba muriendo un niño y Luis le había dicho que le
diera caldo de perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa de
Lobato al puente de las Madres, por la pasada de las Tablas…
Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo aquel día,
entrando y saliendo, asomándose a los caminos, encaramándose
en los vallados, oliendo a la gente… Todavía a la oración la vieron,
junto a la casilla del celador, en los Hornos, aullando tristemente
sobre unos sacos de carbón, contra el ocaso.
Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a la pasada
de las Tablas… Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche,
y cada una se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y al amanecer,
cuando Lobato abrió su puerta, estaba la perra en un umbral
mirando dulcemente a su amo, con todos los perritos agarrados,
en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas…
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