Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Amos y perros (cuento)

Hoy, por mor de la fecha (un nuevo aniversario de la proclamación de la II.ª República Española, con la que acabaría a sangre y a fuego el inferiocre general Franco), mi entrada será el texto de un cuento que ya traje a este mismo blog en el 2012 y el 2015. Pero entonces fue a través de un enlace con otro blog descontinuado en ese último año a causa de la inesperada y prematura muerte de su titular, el excelente narrador español Manuel Talens (1948-2015). También en memoria suya y en homenaje a su obra, este cuento donde todo es rigurosamente auténtico, menos la trama.

Ojalá les guste.

**********************************

De mi casa al trabajo son unos ocho kilómetros, que recorro a diario, ida y vuelta, con mi bicicleta. Salgo de casa, doblo a la derecha y enseguida me adentro en el bosque, y al final del bosque una breve curva a la derecha y ya estoy a la orilla izquierda del Rhin, por donde sigo hasta el duro banco de la galera turquesa donde gano con el sudor de mi frent  el pan nuestro de cada día. «Nuestro» quiere decir el de mi mujer y el de mis hijos, y por supuesto que también el mío.

Adquirí la costumbre de ir al trabajo en bicicleta, no importa en qué condiciones climatológicas (excepto el hielo, que es traicionero de suyo), desde que nos mudamos  a este pueblito de pescadoresde cuando se pescaba en el Rhin, claro está. Un pueblito donde acaba Colonia, por el sur, y luego siguen las refinerías de Wesseling. Y el trayecto diario, sobre todo el matutino, me ha servido para entablar notables amistades que en la mayoría de los casos se reducen al «buenos días» intercambiado con otros ciclistas que vienen en dirección opuesta o me adelantan, o con jinetes que pululan por aquí gracias a la difundida creencia de que cabalgar es una buena terapia para los achaques de la columna vertebral, o pero menos, mucho menos en este caso, con señoras y señores, más señoras que señores, que sacan a sus perros a pasear y a que abonen con sus aguas menores y mayores los campos labrantíos que siguen existiendo en las lindes del bosque.

De entre todas esas amistades, la más asidua, además de haber sido la primera, es con el señor Todt, Herr Todt, por quien se escribe este cuento.

Pero antes déjenme recordarles, y a quienes aún no lo sepan se lo digo, que somos muchos los que aprendimos el paradigma de la puntualidad a través de aquella anécdota famosa del filósofo don Manuel Kant, como lo llamaba Michael von Unamuno y espero que el buen don Miguel no se me enoje por esta justicia retributiva y onomástica que le aplico. Según la anécdota de marras, los vecinos de Königsberg ponían en hora sus relojes cuando Kant salía a dar su habitual paseo de todas las tardes. Es uno de esos conocimientos mostrencos que arrastramos a lo largo de toda la vida y que, si las circunstancias no nos llevan alguna vez a cotejarlos con la realidad, los aceptamos como los judíos aceptan el Talmud, los mahometanos el Corán y los cristianos el telediario: como la verdad revelada.

Mi frecuentación diaria, ya dije que más que nada matutina, del camino que atraviesa el bosque desde el pueblito donde vivo hasta el siguiente, allí donde se tuerce a la derecha y se sale al Rhin, me ha enseñado entre otras lecciones de varia pedagogía, que la hazaña de don Manuel Kant no merece pasar a los anales. Además me ha enseñado a gozar del paso de las estaciones y a distinguir a un mirlo de un estornino y a no asustarme ante la mansa carrera de algún zorro compitiendo con mi pedaleo. Pero estas serían ya otras historias, dignas de una pluma distinta a la mía.

Sí, cualquiera que atraviese ese bosque, y me imagino que el ejemplo es aplicable a muchísimos más bosques en toda Alemania y hasta quizá, en el mundo entero, al menos el occidental, puede poner en hora su reloj por el encuentro con la señora Müller y su terranova a la altura del primer camino transversal, con el señor doctor Murke y su pastor alemán a la altura del banco en la esquina del primer sendero forestal a la derecha, o con el señor Todt y su pachón a la altura de las canchas de tenis. Elijo sólo tres ejemplos que podría ampliar ad náuseam. Lo que es completamente seguro, creanmeló, es que ni la señora Müller ni el señor doctor Murke ni el señor Todt lograrían jamás poner en hora sus relojes por el anárquico ciclista que soy yo y a quien siempre encuentran a lo largo de su camino, y a quien siempre saludan cordialmente, pero sin una exactitud geométrica de abscisas y ordenadas que les permita echar mano al reloj (aunque sólo sea more   metafórico) y decirse: Ajá, ahí viene el ciclista de la boina vasca y la bicicleta holandesa, esa que es la enemiga natural de la civilización del consumo. Ay, sí, esta bicicleta mía sólo es cinco años menor que la menor de mis hijas, y si por mí fuera, ¡y por ella!, nos acompañaríamos hasta que la muerte nos separe. Y sépase que hablo de mi muerte, ça va sans dire.

Mis horarios son un tanto aleatorios, y con ello queda explicado el hecho de que a la señora Müller me la tope a veces cuando ya va de retorno (o sea, que no la veo de frente, me muestra su grupa de yegua andaluza domada por la gimnasia sueca), y al señor doctor Murke lo salude mientras espera paciente en el primer cruce a que su pastor termine de oler algún matojo regado minutos antes por la perrita de lanas de la señora Wolle (allí donde si yo fuese «puntual» habría saludado antes a la señora Müller), y al señor Todt me lo encuentre reposando de su caminata en el banco de la esquina del primer sendero forestal a la derecha, mientras su pachón lo mira con un aire indeciso y algo resignado en el que intuyo cierta orgullosa reticencia canina a no sentarse también é1 sobre sus cuartos traseros y esperar así a que su amo recobre el resuello.

Mi amistad con el señor Todt, y empleo la palabra en su sentido español y no en el alemán, se inició un día de primavera de hace ya algunos años, cuando caía esa lluvia de la comarca del Rhin que Rilke valleinclanizó como «suave, mansa y caliente» (cito de memoria) y que me encanta recibir en pleno rostro, bien protegido el resto del cuerpo con un impermeable de vivos colores que, si entiendo bien las advertencias del Club Automovilístico Alemán, son la mejor defensa del ciclista contra la proverbial ceguera cromática del conductor, mayor que ninguna la del que maneja un Mercedes.

El señor Todt estaba sentado en el banco ya dicho, y del amparo de su amplio paraguas casi sólo sobresalían sus para mí inconfundibles piernas, embutidas en pantalones de pana hasta debajo de las rodillas y gruesas medias de lana a rombos de colores entre las perneras y las recias botas de suelas aún más recias, de la consistencia de las blasfemias bávaras. Como me sentí obligado a tocar el timbre de la bicicleta, porque su pachón andaba zigzagueando por el camino sin un rumbo que me permitiera intuir si lo iba a chocar por el hocico o por el trasero, el señor Todt alzó su paraguas, focalizó ipso fuckto la situación, le gritó algo al pachón, que se hizo el Don Tancredo, y yo hubiese seguido adelante tras un «Danke!» y a buen seguro un «Morgen!», a no ser porque el señor Todt se irguió en toda su estatura protegida por el paraguas, y me preguntó:

–¿a pesar de la lluvia?

Esto último fue lo único que entendí, pues no contaba con su intento de comunicación y seguí pedaleando. Me detuve, frenando con el pie en el pedal derecho y afianzándome luego en el suelo mientras me daba vuelta.

–Perdone, no entendí lo que dijo.

–¿Cómo? –me espetó el señor Todt, en un tono de voz inusualmente alto, y por él me di cuenta de que mi interlocutor era bastante sordo.

–¡Le dije que no entendí lo que me dijo!

–Ah, –y bajó la voz como hacen todos los sordos cuando notan por el rostro de quienes les hablan que estos les están gritando:– le pregunté que si siempre va a su trabajo en bicicleta aunque esté lloviendo.

Así de sencillo fue el comienzo de nuestra amistad, allá por 1980, cuando ya hacía casi cinco años que nos habíamos encontrado poco más o menos que a diario por el camino del bosque. Lo de «poco más o menos» hay que entenderlo en el sentido de que, durante años, yo hacía una pausa natural en mi actividad ciclista, entre los días inmediatamente anteriores a la Navidad y el Jueves de Comadres, que inicia la semana del Carnaval. Esos dos meses eran los meses de auténtico invierno en Colonia, con nieve y, sobre todo, el traicionero hielo, enemigo de automovilistas y ciclistas; más de éstos, que quedan expuestos al hielo y al automóvil. Y ahora no me pregunten por el año exacto, pero hubo uno en el que me dije que, al fin y al cabo, no hacía tanto frío ni había tanto hielo, aunque ya estábamos casi en el Día Internacional del Regalo (es obvio que me refiero a la Navidad), y continué pedaleando también después de esas fechas. Algo más tarde, por un artículo científico en una revista, me enteré de que existía un fenómeno llamado «efecto invernadero», y que rara vez íbamos a sufrir ya nunca un invierno comm’il faut en la antaño helada Renania de diciembre a febrero. Y lo de «poco más o menos», vide supra, también hay que entenderlo en el sentido de que me iba de vacaciones en verano con mi familia, y también el señor Todt lo haría con la suya, digo yo, porque había semanas, dos o tres, asimismo en verano, donde no lo encontraba ni siquiera saliendo ya del bosque cerca de mi casa, lo que indicaba que se me habían pegado las sábanas; y ni siquiera, tampoco, lo que ya sería bien raro, más allá de las canchas de tenis, lo que a su vez indicaría que ese día  yo habría madrugado en una acepción muy amplia del verbo, sí, pero de todos modos, para mí, tempranísimo.

A partir, pues, de aquella lejana mañana de la primavera del 80, no hubo vez que nos divisáramos de lejos y en que no se preparase el señor Todt para destocarse cortésmente al pasar yo a su lado, mientras que yo, por mi parte, dejaba de pedalear para poder cruzar entre él y su pachón llevado por la inercia del impulso adquirido. Lo normal era que sólo intercambiáramos un saludo matutino y algún que otro, siempre breve, comentario meteorológico. Pero también hubo ocasiones en que hablamos un par de minutos, para lo cual yo me mantenía a horcajadas sobre la barra de la bici y con ambas manos aferradas al manillar, mientras él adoptaba una postura que podría parecer arrogante pero no lo era, el busto algo echado hacia atrás y el brazo derecho en jarras sobre la cadera.

Así es como el señor Todt se había enterado, por ejemplo, de que mi primera lectura diaria era la del mapa meteorológico del periódico y en especial la información sobre el viento dominante y su potencia.

Las componentes SE ó SO, para no hablar de la mágica y pura S a secas, significaban viento a favor en la ida y en contra a la vuelta, a no ser que girasen a lo largo del día. Ahora bien, fiarse al cien por cien del mapa meteorológico es un signo de ingenuidad incurable.  Y el señor Todt no podía reprimir su risa al verme avanzar pedaleando furiosamente contra un viento que me empujaba y a veces hasta casi me detenía, como apoyando su desdeñosa mano sobre mi pecho, un cabroncísimo bóreas en estado puro, o en sus variantes NE ó NO:

–Ja, ja, ja –se reía el bueno del señor Todt, al llegar yo sudando a chorros hasta donde me esperaba: –¡Conque rachas moderadas del SE! –pues tan descabellado pronóstico había sido esa mañana la promesa del mapa meteorológico– ¡para que se fíe de los dichosos mapitas! ja, ja, ja

Y era evidente que en su risa no había la menor traza de la odiosa alegría por el mal ajeno, Schadenfreude le dicen los alemanes a eso. No; la risa del señor Todt sonaba todo lo más como la enésima constatación de que el ser humano es el animal que tropezará no una, sino mil y una veces, en la misma piedra. No sé si por su sordera, o a lo mejor por una discreción propia de sus orígenes (a mí se me hacía que el señor Todt no era coloniense,  ni siquiera renano, yo me lo figuraba no sé por qué refugiado del Este, de Masuria o la Prusia oriental y aquí jugaba un papel la anécdota de la puntualidad de Kant), pero lo cierto es que nunca hizo alusión a mi inconfundible acento extranjero. Hasta que un día en que nos tomamos tiempo para preguntarnos mutuamente por el fastuoso espectáculo de un faisán que yo había visto a la altura del puntual doctor Murke, y él cuando se acercaba a las canchas de tenis, me preguntó a boca de jarro:

–Sí no es indiscreción, ¿de dónde es usted?

–Soy español–y puse especial énfasis en  pronunciar eschpañol y no spañol, como suelen hacer mis compatriotas incluso después de toda una vida en Alemania.

Resultó que el señor Todt conocía España. Y me habló de la impresión que le produjo la tierra tan roja, vista desde el avión. Lo mismo que había impresionado a mi mujer neerlandesa la primera vez que voló conmigo a Madrid.

–Sí –le dije al señor Todt–, pero también tan verde, no sé qué lugar conoce de mi país, pero Galicia, Asturias, el País Vasco, por ejemplo, son muy verdes.

Sus ojos se achicaron con un movimiento similar (e inverso) al de la lente de un microscopio que busca el máximo de nitidez, en este caso dentro de sus recuerdos.

–Es verdad –asintió al cabo de unos instantes–, el País Vasco es muy verde, muy verde.

En aquel período de mi vida, durante varios meses, intenté llevar un diario, o mejor dicho, hacer anotaciones de ideas que se me ocurrían, de argumentos para cuentos, de poemas breves, y no andar desperdigándolo todo en papelitos y cuartillas que después archivaba siempre de un modo anárquico. Gracias a ese diario recupero ahora el asombro infinito del señor Todt al enterarse de que; pero no, no haré literatura, lo transcribiré tal y como figura en mi diario de entonces:

 «Abril 27 (1987). Encuentro en el bosque con el señor del pachón. Me pregunta si vi anoche el programa de la 1ª cadena de TV Le digo que no tenemos televisor. Su asombro infinito casi me da pena. Le explico nuestro rechazo de ese medio de masificación comunicada. Menea sin mucha convicción su sólida cabeza. Tengo prisa y me despido sin preguntarle qué programa me perdí».

Por esa misma época de mi diario tuvo lugar el primer y único préstamo (consistente en un libro) que jamás le haya hecho al señor Todt. Una mañana en que, como diríanmalévolos mis compañeros de trabajo, «me caí de la cama», quiero decir con esto que alcancé a mi personaje y su perro casi medio kilómetro después de las canchas de tenis, me detuve más de lo habitual a charlar con él. Y como por esos días andaba repasando mi Thomas Mann, le pregunté si conocía su relato Herr und Hund, curiosamente traducido al español como Señor y perro, y no, como hubiera debido hacerse, Amo y perro. Mi diario da fe de que me contestó que no, que leía poco. ¿Y le gustaría leer el libro de Mann? Dijo que por qué no. Y al día siguiente cargué el libro en una de las alforjas de mi bicicleta, para entregárselo la primera vez que volviera a encontrármelo. Fue ese mismo día, y se lo entregué y él me lo devolvió al cabo de unas dos semanas con unas palabras que también figuran en mi diario:

«El libro no está mal, pero ¿sabe una cosa?, el perdiguero no es más que una evolución degenerada del pachón».

He citado literalmente del diario, porque las palabras del señor Todt me hicieron ver, de modo abismal, mi enciclopédica ignorancia en materia de razas caninas. Y la verdad es que yo había leído por primera vez el libro de Mann en el original, no en español, y no sabía que un Hühnerhund es un perdiguero, ni lo supe hasta que ahora, al regreso a casa, consulté  un diccionario para ver qué significaban los substantivos Hühnerhund y Dachshund, con lo cual también vine a saber que el perro del señor Todt era un pachón. Entretanto he avanzado en mi conocimiento de las razas caninas y hasta me atrevo a distinguir un bulldog de un chihuahua.

Ni que decir tiene, pues no se vive en Colonia sin caer en ciertos tópicos, que uno de los  temas recurrentes en nuestras conversaciones o más bien en los monólogos del señor Todt conmigo, era el padre Rhin. Sobre todo en época de grandes lluvias o de deshielos. Cuando el Padre Rhin decide salirse de madre y hacernos la puñeta a todos sus hijos más próximos.

Fue con ocasión de una de sus riadas más grandes que me vine a enterar de dónde vivía  el señor Todt. Yo ya sabía, por el periódico y por el informativo de la radio, que las aguas   habían rebasado, esa madrugada, las praderas ribereñas y empezaban a anegar los sótanos y los entresuelos de las calles costaneras. Ese día me encontré al señor Todt, puntual como un filósofo prusiano, en la mismísima esquina de las canchas de tenis con el Fuchskaulenweg.

–¿Ha salido de casa en barca o lo hizo todavía a pie enjuto? –me preguntó, y la referencia bíblica parecía confirmar que venía de una comarca pietista, ¿por qué no la Prusia oriental?

–A pie enjuto –le contesté–, ¿y usted?

–También, yo vivo acá a la vuelta, en la Mühsamstrasse.

Poco faltó para que me echase a reír. ¡Nada menos que en la calle Mühsam! Por supuesto que no tuve valor para decirle que lo que menos me hubiese imaginado, por muchos días de vida que me quedaran, es que viviese en una calle rotulada con el nombre de mi bienamado anarquista, el político alemán moderno que más quiero, junto a Carl von Ossietzky y Rosa Luxemburgo. Y por supuesto, ainda mais, que me guardé muy bien de decirle que uno de los tesoros que alberga mi apartamento es el aparador de la casa del propio Mühsam, llegado a nuestro poder nada menos que gracias a la amistad con una bereber. Pero esa es otra historia, y estamos en la de mi amistad con el señor Todt, y en ella sigo.

Algunos años después, y una vez más en época de riadas, una riada que en esta oportunidad amenazaba con ser «la del siglo» (lenguaje de la prensa), también supe la edad del señor Todt. Desde que lo vi detenerse al divisarme en el camino, y por su actitud exultante, imaginé que me tenía preparada una de sus clásicas bromas acerca del Arca de Noé, la ballena de Jonás o el Nautilus del capitán Nemo.

Así, con esa actitud, es como solía introducir el tema de las aguas del Padre Rhin vueltas a salir de madre. Casi estoy por pensar que se preparaba sus bromas antes de salir de casa, y hasta me imaginé a cuántos de sus habituales contertulios del bosque se las repetiría. Pero no. Esta vez me equivoqué de medio a medio. Apenas llegué a su altura, y prácticamente sin solución de continuidad con su «Guten Morgen!», me espetó su efeméride:

–¿Sabe una cosa? Mañana cumplo 85 años.

Mañana sería el 21 de diciembre. Yo conocía bien la fecha, el aniversario de un alemán contemporáneo que nos dejó huérfanos ocho años atrás. Así es que se lo dije:

–Pues no sé si lo sabe, pero entonces tiene usted cumpleaños el mismo día que lo tenía Heinrich Böll.

Una expresión que me pareció de perplejidad restó bonhomía por un instante a los rasgos de aquel rostro distendido por la sonrisa. En su vida ha oído el nombre de Böll, fue lo que pensé. Pero luego, mientras continuaba mi camino al trabajo, después de haber felicitado al señor Todt y desearle toda suerte de venturas en su cumpleaños, pensé que tal vez no fuese perplejidad sino rechazo lo que había aflorado a su cara. A fin de cuentas, ¿qué razones de peso, qué razones objetivas tenía yo para pensar que era prusiano y pietista? De repente me di cuenta de que el señor Todt podía ser perfectamente coloniense o al menos renano, ¡y católico!, de aquellos católicos para quienes el nombre de Don Enrique era sinónimo de herejía, blasfemia y qué sé yo cuántas cosas más.

Al poco tiempo mi vida laboral experimentó un cambio notable que me obligaba a levantarme bastante más temprano y llegar al trabajo con una puntualidad de reglamento, de tal manera que dejé de ver por muchos meses al señor Todt y a su pachón. Entablé conocimiento, en cambio, con la señora Metternich y su inolvidable grifón maltés que respondía con gruñidos harto incongruentes al bello nombre de Alma. A punto estuve de convertirla, más de una vez, a la pobre Alma, en un doliente cuerpo, por culpa de su estólida manía de cruzar todo lo inesperadamente que le venía en gana, la veloz línea recta de mi trayectoria. Y mi bicicleta, lo repito, es holandesa, de esas pesadas y que no perdonan obstáculos tan poco consistentes como un grifón maltés. Y así fue que aprendí la que debía ser una de las frases más habituales en el repertorio, de seguro escaso, de la acicaladísima, perfumadísima y bienvestidísima señora Metternich, quien parecía emperifollarse para sacar a hacer pipí a su perrita como si fuese a una función de gala en Bayreuth:

–¡Alma querida! ¿es que eres tonta?

Dicho con un tono que expresaba todo su inmenso amor por una criatura tan retozona y delicada como la minúscula Alma. Y acompañado todo ello, siempre, por el rechinar de mis dientes y el simultáneo frenazo de mi pobre bicicleta.

Fue ya entrado el otoño, y en un día sábado, que salía de casa a la misma hora de meses atrás, para retirar en la oficina de correos una carta certificada. Para lo cual tenía que atravesar el bosque y acudir al pueblo inmediato, más grande que el nuestro, con una oficina de correos donde no había que soportar la arrogancia metomentodo y sabelotodo de la funcionaria que gobernaba la de nuestro pueblo como el viejo Fritz gobernó su reino: con la diferencia de que aquel déspota era ilustrado, y la tal funcionaria mejor me callo. Y mientras pensaba justamente lo que acabo de escribir, y lo bondadoso que era el dios postal permitiendo que las cartas certificadas exigieran cualificaciones más altas que las de semejante arpía, vi venir hacia mí, a la altura de las canchas de tenis, al perro pachón del señor Todt. Sólo que atraillado a una correa cuyo extremo asía con mano firme una robusta anciana vestida de oscuro y a quien yo no conocía de nada.

El pachón –¡curioso, jamás le había preguntado al señor Todt cómo se llamaba!– se detuvo al verme llegar, y estoy tentado a decir que el movimiento de su rabo fue un saludo que se correspondió con mi automático «¡Guten Tag!» y el no menos automático «Guten Tag!» de la anciana. Continué mi camino, llegué al otro pueblo, retiré la carta certificada, regresé a casa y en ningún momento me abandonó la sospecha de que un eslabón de la cadena de mis queridas costumbres se había roto, y de que yo acababa de enterarme de ello de la misma manera que los vecinos de Königsberg se habrían enterado de la muerte de Kant. Por la inesperada ausencia de su reloj de carne y hueso, de levita y sombrero de copa.

Luego de almorzar, despejé mi mesa de trabajo y amontoné a mi derecha los fajos de periódicos de los últimos seis meses. Los había ido guardando para una colaboración prometida al suplemento cultural de un diario madrileño: un ensayo sobre la cita literaria en las esquelas necrológicas de los periódicos alemanes. El reencuentro con el pachón del señor Todt acababa de darme ese impulso irracional que siempre necesito para sentarme a la máquina y transformar en palabra escrita mis apresuradas promesas orales, más de una vez motivo de arrepentimiento apenas formuladas. Sistemáticamente comencé a retroceder, ejemplar por ejemplar, deteniéndome nada más que en las páginas de las esquelas, tijera en mano, seleccionando y recortando, tan sólo, aquellas encabezadas por una cita.

De siempre me asombró esa especie de compulsión de algunos deudos alemanes: la de despedir a sus difuntos en las páginas del periódico colocando al frente de la esquela una frase extraída de la Biblia (generalmente de los Evangelios, y eso no tendría nada de extraño tratándose de familias piadosas), o bien de Goethe o de Rilke, o bien, como la experiencia visual me demostrara, y esta labor de ahora me lo estaba confirmando, de Antoine de Saint-Exupéry o de Thornton Wilder. Conforme avanzaba en mi tarea empezaron a aparecer auténticos tesoros, esquelas que incluían citas de Brecht, de Camus, de John Lennon, y hasta de Ernesto Cardenal y Octavio Paz. Y algunas, impagables, en kölsch, el idioma de Colonia. Pero, como es lógico, porque el perro pachón del señor Todt no se me iba del pensamiento, no sólo miraba yo a la búsqueda de esquelas con una pincelada literaria, me fijaba en todas y cada una de ellas intentando encontrar una, una muy concreta que el corazón me decía que iba a encontrar en cualquier momento.

El montón de diarios a mi derecha fue disminuyendo poco a poco dejando a mis pies otro montón y a mi izquierda una colección de recortes. Alguien menos tozudo que yo habría abandonado la tarea secundaria hacía algunas horas, pues la primaria y original ya estaba cumplida con creces. Pero el corazón, el corazón me seguía diciendo que la esquela que yo buscaba, ésa, sí, iba a aparecer. Y apareció, sí, apareció. Hasta con una cita.

La cita, que me dejó estupefacto, era de las auténticas últimas palabras de Goethe, «Ven, hijita, dame la patita», que no suenan en alemán lo ridículas que resultan en castellano. En cuanto al texto no me dejó lugar a ninguna duda. Hermann Todt, nacido el  21.12.1908 en Jena/Turingia (acaso ello explicara la cita de Goethe), había fallecido en Colonia el 26.4.94. Su desconsolada viuda, hijos (dos), nietos (cinco), nueras y demás parientes, comunicaban la triste noticia y señalaban como domicilio mortuorio el n° 14 de la Mühsamstrasse. El entierro tendría lugar el sábado 29.4. en el cementerio del bosque de Rodenkirchen.

Allí me dirigí, donquijote sobre mi rocinante holandés de acero y neumáticos, después del desayuno del domingo. Quería despedirme de mi amigo el señor Todt, cuyo nombre (ahora debo revelarlo) sólo había sabido al leer su esquela mortuoria. Familiarizado como estoy desde hace mucho tiempo con las costumbres de los enterramientos, gracias a mi casi maniática pasión por los cementerios, y conocedor además a carta cabal de éste de Rodenkirchen, no me fue difícil dar con la tumba del señor Todt. Estaba a un tiro de piedra de una de las que siempre visito cuando acudo a ese camposanto: la del profesor de música don Baldomero Zapater, en cuya cruz hay tallada una guitarra española.

La tumba de Hermann Todt lucía cuidada y era muy sencilla. Sin cruz. Nada más que una lápida con el nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Un farolito con una débil llama sobre la derretida cera roja era el único adorno al pie de un minúsculo cantero de nomeolvides embutido en la lápida. Alguien, quizás la viuda, organizó el piadoso gesto de insertar en ese cantero, como si fuese una condecoración, la franja de una de las coronas que debieron amontonarse sobre la tumba el día del entierro. En esa ancha tira tricolor, amarillo–rojo–negro, centelleaba la purpurina de unas palabras en un español casi impecable:

Nunca te olvidaremos: Tus Kamaradas de la Legion Condor

____________________________________________

Nota epilogal :

Éste es un cuento sobre los asesinos que siguen viviendo entre nosotros. Baste recordar que la Legion Condor, enviada por Hitler para apoyar al inferiocre general Franco en su rebelión contra la República, fue la autora del criminal bombardeo de Guernica el 26 de abril de 1937. Con razón Herr Todt recordaba todavía que el País Vasco, visto desde arriba, es muy verde, y con razón no se perdió el programa de la televisión alemana en el cincuentenario del bombardeo. Él mismo moriría en el 57.° aniversario de ese día luctuoso.

Comentarios