De quien hoy quiero hablarles es de Alejandra Pizarnik, la poeta argentina que el próximo domingo hará cuarenta y cinco años que se suicidó, el 24 de setiembre de 1972, en Buenos Aires, mi Buenos Aires querido, su también Buenos Aires querido.
Para recordarla tomo en mis manos una antología aparecida a principios de este milenio en España, una antología que se titula Las ínsulas extrañas, y que se propone como un canon de la poesía en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX. En ella no figuran nombres como los de Alvaro Mutis, Mario Benedetti y Alejandra Pizarnik, y al respecto de esta última ausencia, una de las cuatro personas responsables de la antología, la poeta peruana Blanca Varela, ha dicho lo siguiente: «Cada poema elegido tenía que ser aprobado por unanimidad. Los cuatro teníamos nuestras listas y leíamos los versos. Luego discutíamos. Alejandra Pizarnik no pasó el examen: pensábamos que había más literatura en torno al personaje que en su propia obra».
De alguna oscura manera creo que tiene razón en lo que dice, y sin embargo me duele que Alejandra Pizarnik no encontrase un hueco en ese canon. Como me dolería que lord Byron no figurase en el canon de la poesía inglesa del XIX sólo porque hay más literatura en torno a él que en su propia obra, para decirlo con las mismas palabras que la antóloga de Insulas extrañas. Creo, también de alguna oscura manera, que hay poetas cuya poesía es su vida. En el caso de un Arthur Rimbaud se da la fenomenal coincidencia de una gran poesía escrita y una gran poesía vivida y sufrida. No es lo habitual.
Pero hay más ejemplos, y pienso en otro de los dioses de mi parnaso: León de Greiff. O en ese cholo divino que fue César Vallejo, quien padecía el don de ser profeta y anunció su propia muerte en versos que todos conocemos. ¿Y Konstantinos Kavafis y Fernando Pessoa: es que no cuentan sus vidas entre sus mejores poemas? ¿y Pushkin, que oído recitar en ruso es como si estuviésemos escuchando hablar a la pachamama rusa, y saber de su destino hace pensar en el sacrilegio? ¿y Hölderlin, por los dioses todos, Hölderlin, cuya vida es la más trágica elegía jamás vivida por un elegido de esos mismos dioses? De acuerdo, dirán ustedes, pero al mismo tiempo que su vida fue poesía, escribieron una poesía imperecedera. De acuerdo, contesto yo: y me pliego con el corazón adolorido ante el dictamen de los sabios. Alejandra Pizarnik, a lo mejor (a lo peor), no daba el nivel que requería ese cuadro de honor de la poesía en la segunda mitad del siglo XX.
La recuerdo, pequeña y desconcertada, aquél día de 1967 en que alguien nos presentó al término de una velada poética que tuvo lugar en una galería de la calle Florida, en Buenos Aires. Desconcertada, explico, al enterarse de que soy español y hablaba como un latinoamericano. Fue un encuentro fugaz del que sólo retengo el asombro de sus ojos cuando luego, más avanzada la noche, me oyó recitar El mañana efímero de don Antonio Machado, en casa de unos amigos comunes, y creo que supo que las ces y las zetas no me abandonarán nunca jamás cuando se trate de lo más hondo de la poesía: allí donde la fonética define el sentido de un poema, donde no es lo mismo decir «del pasado masiso de la rasa» que decir «del pasado maCiZo de la raZa». Y ese recuerdo de sus ojos, es, si así lo quieren ustedes, mi homenaje a Alejandra Pizarnik en estos 45 años desde que nos dejó.
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