Creo que Helena Araújo y yo nos caímos bien mutuamente porque ambos nos dimos cuenta de que éramos autoexiliados conscientes y voluntarios de nuestros países, bien que los motivos fueran distintos. Y hubo un día en que entendí que en su país de origen no figuraba en el exigente canon de sus aristarcos. Escribí un texto sobre mis amistades colombianas, donde hablé de Helena como una «excelente escritora», y de la redacción paramera me refutaron lisa y llanamente que Helena Araújo fuese en absoluto una «excelente escritora». Sonreí para mis adentros y me dije, claro está, que la autora de Fiesta en Teusaquillo no necesitaba para nada la bendición de los dueños del cotarro en Bogotá, Medellín y Cali.
Ahora tengo en mis manos, y acabada de leer, una novela suya póstuma, Adelaida;1848, y algo que me alegra sobremanera es que haya sido editada por la Universidad Nacional de Colombia, editora también en 1989 de un libro tan formidable como La Scherazada criolla, un vademécum de imprescindible lectura del feminismo latinoamericano. Vayan aquí pues mi aplauso y mi agradecimiento como lector, y mi alegría al saber que a Helena le han publicado ahí este libro que dejó terminado, manuscrito, antes de fallecer el 2.2.2015 en la Lausana donde residió más de la mitad de su vida.
La prologuista, Patricia Simonson, profesora de la UNC, anuncia que esta novela «cuenta la historia de una joven neogranadina de buena familia, que renuncia a seguir el sendero estrecho que la sociedad burguesa y católica de la Santa Fe decimonónica le tiene trazado. Escoge, en cambio, una profesión, la de institutriz, y la amistad con otras mujeres cultas y de espríritu independiente, críticas del orden social de su época». En realidad, y salvo por la profesión de institutriz, estas líneas se pueden leer como un autorretrato, lo que queda reforzado por el hecho de que, andando el tiempo, Adelaida Ricaurte abandona Colombia y llega a plantar su tienda en Lausana, como la propia autora del libro.
Pero el libro no es en manera alguna autobiográfico. Rastrea de manera admirable el paso de la protagonista por la sociedad santafereña de la época, su llegada al Viejo Mundo, su empatía con el ambiente que la rodea en Lausana y la libera del corsé católico ultramontano que tanto su familia como su clase social querían imponerle en Bogotá. La narración nos hace seguir de cerca el bullicio social y político de la Europa a mediados del siglo XIX, casi un anticipo de las revueltas de los provos [=provocateurs] neerlandeses de los años 60 del siglo XX, anticipo a su vez del glorioso Mayo francés de 1968.
Adelaida:1848 puede leerse, y lo pensé mientras la leía, como el negativo de la vida de Blanca Olmedo, la protagonista de una maravillosa novela homónima de la hondureña Lucila Gamero de Medina. Si Adelaida se hubiese quedado a [mal]vivir en la Santa Fe decimonónica, habría terminado sus días de la manera trágica que lo hace Blanca Olmedo, a quien la iglesia católica, de consuno con la caricatura de la Justicia hondureña, le imponen sus códigos en la provinciana Danlí, la ciudad donde nació la autora de la novela.
Adelaida tuvo suerte, y sobre todo tuvo el coraje que le hizo merecer esa suerte. He leído su historia de manera apasionada, queriendo que las cosas le fuesen bien a Adelaida, torciendo por ella, como diría un brasileño, de la misma manera que cuando releo Pride & Prejudice, de Jane Austen, lo hago torciendo por Lizzy Bennet como si fuese la primera vez que leyese su destino. Y me pareció una de las peripecias más gozosas del libro el que Adelaida y su amiga Maricló [=Marie Claude] abran una librería internacional en Lausana, ¡qué mejor imagen traslaticia para que entendamos a cabalidad el espíritu emprendedor y libertario de la protagonista!
Me parece Adelaida:1848 un digno broche de oro a la carrera literaria de Helena Araújo y no puedo dejar de pensar en el vertiginoso final, cuando Adelaida le descubre a Brier que está preñada: «Súpito y febril y boyante, Brier la levanta y la toma en sus brazos. Ella se le aferra transida y halla su boca con avidez. Ahora sí, ahora sí los dos saben que ha llegado la hora de ambos, saben que el regreso a que aspiran ya es realidad… Conmovidos, gimientes y trémulos lentamente se van contemplando, se van descubriendo, se van desnudando y la embriaguez que sus cuerpos encuentran en el please, please, de antes, y que sus labios pronuncian en el yes, yes, del ya, se prolonga en la noche más corta, o quizás la más larga que osarán compartir en los trances de un destino común…» Cerré el libro pensativo: ¿no serían esos «yes, yes« algún guiño pícaro que nos hace Helena pensando en el final del Ulises, de Joyce? Las últimas palabras del monólogo de 46 páginas de Molly Bloom son justamente «and yes I said yes I will Yes».
Y no quisiera cerrar esta destartalada reseña del libro sin recordar una anécdota entrañable de mi vida. En 1991 me llamó por teléfono Helena, desde su casa de Lausana. Estaba en ciernes el fementido Quinto Centenario, y Helena, que era de armar tomar (no en vano su padre fue ministro de las Fuerzas Armadas), me contactó para que yo colaborase en una serie de actos contra semejante mascarada. Por supuestof course!, yo compartía sus puntos de vista, pero al mismo tiempo no podía ignorar lo que Helena sí estaba ignorando en base a puros plurales latinoamericanos donde me implicaba, y era algo que a fin de cuentas volvería surrealista mi intervención en tales actos. Así que me vi obligado a interrumpirla y decirle: «Estoy de acuerdo, Helena, pero me parece contraproducente que yo participe, fíjate que al incluirme en esos plurales te estás olvidando de que yo soy español». Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y al cabo, desde la orilla del lago de Ginebra, me llegó la inapelable sentencia. Helena me dijo, nada más, y nada menos: «Te lo prohibo».
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