Hace unos años estaba sentado tomando al lado del río y, tratando de atrapar una botella que se movía o me parecía que se me movía , me fui de cara contra los adoquines. No me dolió, pero cuando levanté la cara vi la mirada de terror de mis amigos.
“Ese chichón se vio crecer” dijeron luego fuentes concordantes “así como se ve en los dibujos animados”.
Todo pasa. Los chichones se desinflan. Antes del C-V-2-0-1-9 éramos, incluso, inmortales.
El 26 de Julio, Leonardo se resbaló en una gradita del aeropuerto de Frankfurt y se hizo un chichón más grande que el mío.
El hematoma duró media hora en desinflarse hasta niveles decentes. Ya para entonces Leo lo había olvidado.
Esa media hora fue el fin del mundo.
Finales de julio del 2020. Tras los primeros días del desconfinamiento, la euforia había dado paso a la usual búsqueda de gozo, apenas más exacerbada que cada año. Nos habíamos hecho tantos propósitos durante el encierro (cambiar el mundo o al menos cambiar de vida) pero dos semanas después estábamos – todos y todas – en la rutina de mirar para dónde coger antes de regresar al trabajo (que también supondríamos sería normal).
Entre el momento de los planes y el del viaje, el número de casos volvió a subir seriamente en España y a notarse en Francia. Nadie habla todavía de reconfinamiento, a lo mejor porque la palabra no dejó de ser un tabú político ni siquiera después de haber estado confinados, pero los tapabocas han vuelto a ser obligatorios en los lugares cerrados y cada vez más personas los usan en la calle.
Sin embargo, no hay miedo. No como antes.
Los casos aumentan, pero no tanto las hospitalizaciones ni los muertos. Nadie imagina que es el fin de la especie humana. Es como si de tanto escuchar que había que aprender a convivir con el Covid la gente hubiera terminado por creer que hay aprender a vivir con el Covid.
Son impresiones, valen lo que valen hoy y ahora.
Hoy y ahora.
En el aeropuerto de París hay módulos parapetados donde le hacen la prueba gratis a los viajeros que llegan. No es obligatorio y la gente después de un viaje quiere sobre todo llegar a casa. En los aviones, llenos, la gente viaja con máscaras y sólo distribuyen agua (ni café ni galleticas ni esas botellitas de vino que yo estaba acostumbrado a pedir hasta que me decían “No señor, es suficiente”), lo que por supuesto es un ahorro más para las sufridas compañías aéreas, tras años y años de jamás perdonar ni un kilo de más en el equipaje ni un minuto de retraso a no ser que el que estuviera tarde fuera el avión.
En el aeropuerto de Frankfurt, un edificio vasto y que parece viejo, en cambio no había casi nadie y la mayoría de locales estaban cerrados. Tanto era el vacío, que Leonardo tenía espacio para correr. Chévere.
Tanto espacio tenía que allí se fue de jeta. Así. Haciendo, como le gusta, pica y pala en un escaloncito, más allá había un vitral, más allá los aviones estacionados hace quién sabe cuando tiempo.
Uno viene a entender que la paternidad es que un chichón de hijo duele más que un chichón propio.
Pensar que de ahí el universo se desmorona. Sufrir (por una vez en la vida de verdad) en carne ajena.
El hematoma duró media hora en desinflarse hasta niveles decentes. Ya para entonces Leo lo había olvidado.
Esa media hora fue el fin del mundo
Faltaban dos minutos para subir al avión, uno alcanza a dudar si lo mejor es dejarlo que se vaya y buscar ayuda y no encuentra la palabra para decirle “Hielo” a la azafata.
Tampoco hace falta, ella ve el chichón y entiende.
Días después visito el Cementerio de los Héroes de la Revolución en Bucarest. Uno está acostumbrado a que en los cementerios de héroes esté gente que está también en los libros: aquí hay gente que aún estaría viva si la heroicidad no se les hubiera atravesado en el camino.
A algunos se les atravesó muy temprano.
Todas las lápidas tienen el mismo modelo, la misma cinta tricolor. Un nombre. Una profesión. Una fecha de nacimiento. Una fecha de muerte, siempre alrededor de la navidad de 1989.
Y en algunas de las lápidas escribieron sus familias.
“VIOLETA !
Cuando te ibas de la casa te rogué que no salieras, no hay fuera que te pegaran un tiro. Tú respondiste que no querías perder este momento y que te dolería no luchar. Y saliste y luchaste. Y no uno, sino diez tiros te pegaron.
Y la vida perdiste y a tus padres les dejaste un dolor inolvidable”.
Y otra
“Te fuiste confiado de la vida y ni adiós nos dijiste. Nos dejaste llorando en la casa y tan rápido te llevó un rayo que ni tu rostro vimos, ni tu voz pudimos escuchar.
Sigues en nuestro pensamiento estás y en nuestros sueños te vemos.
Tu esposa e hijos”
Los dos textos comenzaban con tremendas vaciadas y pensé “Pobrecitos esos que se fueron. Les grabaron regaños en el mármol, como para que duren toda la eternidad, como para que la próximas vez hagan caso”.
Pero luego imaginé el dolor de los que se quedaron, la rabia a la hora de dictar esas frases. El hecho de que una fuera para una hija y otra para un padre, yo que tras casi cuarenta años de experiencia en lo primero he venido ha convertirme en lo segundo. Un eslabón en quién sabe qué historia. Los regaños de las lápidas no mostraban quiénes habían sido, mostraban lo que habían sido para alguien más. Así, soy el hijo de Myriam y el padre de Leonardo. Ser lo segundo me ha permitido comenzar a entender lo primero, lo que con seguridad me tomará el resto de la vida. Eso soy. No sé si mucho más que eso y no tiene importancia. Cuando tenemos suerte sólo somos eternos en la memoria de quienes nos precedieron y de quienes vienen detrás. Cuando no, cuando nos golpea un rayo en sentido literal o figurado, sólo somos eternos en su dolor.
(Al nombrar un hijo, uno le da el nombre de todas las cosas que se llaman así. Leonardo se llama Leonardo por Léonard Cohen, que murió poco antes de su nacimiento, pero también encierra a Leonardo Da Caprio y a Leonardo Di Vinci (en esas dos cosas son en las primeras en las que piensa la gente ). Y también a Leonardo la tortuga Ninja, y una marca de zapatos y un Café de Bucarest al que nunca he entrado y a Leonardo Carreño, fotógrafo abzurdista- Una vez entramos a una librería y cuando el vendedor, que tenia el pelo blanco y largo y una mano de plástico , dijo “Es un nombre de figuras memorables” contesté “Claro, como Leonard Peltier”).
Cuando Leonardo nació le faltaban un par de grados centígrados para alcanzar los treinta y siete y medio que debe tener una persona normal, así que lo pusieron en una incubadora. Un par de horas. No sé cuántas. Cuatro tal vez, porque cuando por fin lo sacaron ya amanecía.
Entonces pensaba, lo mismo que en esa media hora al salir de Frankfurt, ya en el avión con una manotada de cubitos de hielo envuelta en una bolsa de esas de vomitar : si a esta cosita le llega a pasar algo, yo no podría seguir viviendo.
Ya nadie vomita en los aviones. Esa es una de esas hermosas tradiciones que se han ido perdiendo.
“Le llega a pasar algo” no quiere decir necesariamente, le llega a pasar algo muy grave. Quiere decir lo que sea. Cualquier dolor. Cualquier tristeza.
Entre los dos momentos han pasado tres años y medio. Leo dijo el otro día “Yo soy tu parce” y aunque no sé con qué clase de gente es que se la pasa ese mugroso para hablar así, tiene razón. También mi amigo, mi lanza, mi camarada, mi llave(ría), mi pez y mi perro.
“No soy tu perro” dice “No hago guau”.
“No mi perro, Leonardo. Veamos pues cómo va ese chichón”
El chichón ha desaparecido, se ha convertido en apenas un morado que terminará también por irse.