Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Zapatos nuevos

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Dolía, punzaba, hería. El dolor iniciaba en el tobillo, subía por la pierna hasta llegar a la cintura.

Y todo por culpa de los zapatos nuevos.

Le dije a mi esposa que no era buena idea comprarlos. Y menos en estos tiempos en los que sólo hay necesidades. Pero ella es terca y no descansa hasta que se hace su voluntad.

Primero dijo que era mejor que fuera vestido de paño a la entrevista de la Biblioteca Luis Ángel. Discutimos porque yo le decía que, además de ser el más viejo, sería el único que llegaría vestido como un cachaco del siglo pasado.

Al final, cuando empezó a llorar, acepté ir de paño y con los zapatos nuevos.

Ya sé que el llanto en las mujeres hace parte del chantaje para hacer su voluntad. En su caso no le funciona porque sepa manipularme, sino porque le soy infiel.

No sé si sabe qué se siente llegar a la casa presintiendo que su esposa le va a tirar un plato por la cabeza porque lo vieron con la otra. O la amargura que le produce escucharla llorar porque sabe que usted le está poniendo los cachos.

Porque lo saben. Las mujeres siempre lo saben. Que se mienten a sí mismas, es otra cosa.

Uno les dice las cosas más disparatadas. Ellas pelean, gritan, alegan. Pero días después les están diciendo a las amigas la misma mentira con una convicción mejor que la suya. A veces pienso que ellas creen que convenciendo a las amigas, se convencen a sí mismas.

Por eso, como le dije, fui con el zapato que me formó la ampolla.

Iba bien de tiempo. Bajé en la Estación de Las Aguas y luego cojee hasta la Carrera Cuarta con Avenida Jiménez. Allí descansé por primera vez. Caminé una cuadra más. Volví a detenerme. Luego la otra. Allí no aguanté más. Entré a una droguería para comprar una cura.

Me senté en el andén. Me quité el zapato y la media. Contemplé la piel desprendida en el lugar en el que estaba la ampolla. Puse la cura, la media y el zapato.

Miré el reloj. Llevaba diez minutos de retraso para la entrevista.

Me levanté y no había caminado media cuadra cuando escuché el estallido más berraco del mundo.

Hermano, usted no me va a creer lo que es eso. Los oídos me pitaban. No sabía dónde estaba. Para dónde iba. De dónde venía. Todos corrían de un lado para otro.

Me senté en el andén. Poco a poco el pitido dio paso a la sirena que sonaba en todas partes. A los alaridos. Porque eso no eran gritos sino alaridos de las personas que corrían por la cuarta con la cabeza entre las manos.

Me miré los brazos, las piernas, los pies. Me levanté. Me palpé el cuerpo. Me senté de nuevo. Levanté la mirada y vi decenas de hojas trepadas en las espirales de humo que salían de la Biblioteca Luis Ángel.

Sonreí.

Estaba vivo gracias a los zapatos que me regaló mi mujer.

Lo curioso es que en lugar de llamarla a ella, llamé a Liz, mi amante, para contarle lo sucedido. Después de hablar un rato, quedamos de encontráramos acá.

Pero ya ve que es la una de la mañana y no llega. No me atrevo a llamarla porque el marido puede sospechar.

Tampoco le he contestado a mi esposa.

Soy tan malparido que ni siquiera le he dicho que estoy vivo gracias a los zapatos que me regaló. La verdad no quiero hacerlo porque estoy tan borracho que soy capaz de contarle que tengo amante hace siete años. Y no sólo eso: soy capaz de decirle que fue ella quien me la presentó cuando me llevó a su casa para conocer a su mamá y a Liz, su hermana.

Disculpe que lo moleste con mis historias ridículas. Pero ya ve que la tristeza ahueva. Hasta lloré hace un rato. Antes de que usted llegara. Lloré recordando a Liz. Sintiendo su soledad en todo el cuerpo, como si fuera una de esas fiebres reumáticas que dan ahora.

Usted me entendería si estuviera en mi lugar. Finalmente encontré el amor de mi vida. Y eso no le pasa a cualquiera. ¿O sí?

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