Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Trote de las horas

fogata1

 

Dedicado a Diego Navarrete

Vamos por la carretera que une a Villa de Leyva con Arcabuco. Es siete de diciembre de mil novecientos ochenta y siete. Las montañas se iluminan por montones de  leña que arde para saludar a la Virgen que pasará levitando sobre las volutas de humo.

El año anterior ayudé a mi abuelo a reunir helechos, chamizos y troncos que fueron creciendo, avanzando en su afán de remontar las alturas. Después, cuando la noche se hizo espesa, él  la lanzó una rama que encendió el montículo con una furia descomunal. Gemían los troncos en su última agonía y la llama crecía y crecía y crecía y crecía y crecía en busca del tapete de estrellas que titilaba indiferente a nuestros destinos. “Así es el infierno; por eso hay que leer las Sagradas Escrituras”, afirmaba Cleotilde con la mirada extraviada y la voz perdiéndose en los meandros de la demencia que se la llevaba de año en año.

En este momento llegamos al Alto de Cane. Dentro de ocho años cruzaré esta misma curva en el techo del bus del Señor Calambres con los amigos del colegio, los de siempre, los de toda la vida, los imprescindibles, los que están para recordar, hablar o vivir. Iremos embruteciéndonos con ron, peches y con la juventud que veintiséis años después sólo será una hilacha a fuerza de enredarse en todas las encrucijadas que le saldrán al paso.

Después beberemos diez galones de chicha, 37,85 litros, 37850 centímetros cúbicos de bebida ancestral como la tierra a la que regresará entre arcadas. Diego Navarrete pondrá orden en ese naufragio de exclamaciones que pedirán la atención de los demás, de muchachos que saldrán a toda carrera para vomitar bajo los andenes de la Vía Láctea. ¡Tanta lucidez en este laberinto de existencias descarriadas! Luego, cuando todos estarán durmiendo la borrachera, redondearemos las pocas ideas que no se irán por las cañerías de la noche, por la negligencia de estas cabezas que mastican y botan, que chupan la savia y escupen el resto…

Entre charla y charla vamos llegando a la Tienda de Joaquín. Dentro de doce años me veré obligado a correr para no morir asesinado por las balas de Jacinto Espitia, un veterano de alguna de esas guerras que le nacen al planeta como si fueran tumores. Sin embargo, esa es una historia para narrar en otro momento. Por ahora bajémonos de este sonajero de ventanas y puertas desajustadas. Contemplemos por última vez las bombillas de leña que empiezan a extinguirse en las montañas. Eso que oyen es Joaquín perdido en los matorrales de su ceguera. Aconsejo que tomemos el sendero de la derecha, rodeemos la tienda y luego bajemos por el camino que nos conducirá a la casa en la que mi abuelo duerme su borrachera diaria, su eterna fuga de esta vida que lo devorará dieciseises años después, como me devorará a mí y como los devorará a ustedes, pacientes lectores…

Nota: Fotografía de Maria Aurinko Laulelett

Comentarios