Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Sofía

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Vivías dos cuadras al sur de la Iglesia de El Lourdes. De todas las latitudes venían hombres preguntando por tu domicilio. Daban vueltas por calles y callejones hasta que hallaban la casa. Timbraban dos veces, una pausa y luego dos veces más. Los habitantes del inquilinato entendían que llegaban en busca de tus favores.

Caminaban por largos y oscuros pasillos que desembocaban en un patio en el que había un árbol denso, malhumorado, que daba chirimoyas cuando se le antojaba. Al lado derecho estaba tu cuarto con las ventanas abiertas al sol y al agua. La habitación estaba ocupada por un armario atestado de ropa de tus mejores tiempos, una cama construida con las tablas que rescataste de todos los naufragios de una vida que hacía buen rato que venía en caída.

Algunos hombres pagaban la noche para que cocinaras y bailaras con ellos hasta que les llegaban las ganas de perderse en las arrugas del olvido. Los otros, los que tenían poco dinero, entraban, se desvestían rápidamente, descendían a la caverna de tu cuerpo y empezaban a rugir como una cascada. Ponían la cabeza en tu pecho para oír tu sangre embistiendo las bisagras del alma y luego arribaba el sueño. Entonces los arrullaba como los hijos que nunca tuviste.

¡Sofía de los abismos! Tuviste un parto de miles de hombres, de millones de noches, de cientos de esperanzas que fueron y vinieron por tu vida, por tus elegantes maneras de caminar, por tu silencio de mujer pública. Ninguno de los miles de hombres que arrullaste en tu pecho supo cómo fueron tus últimos años.

Uno a uno se consumieron los billetes que tasaste hasta que dieron todo de sí. Los hombres ya no timbraban ni mucho menos hacían fila al amparo del alero. Al final sobrevino una soledad que presagiaba la nostalgia de la última frontera.

Una noche, acorralada por las amenazas de los dueños del inquilinato, saliste con sesenta y dos años a buscar futuro, cuando futuro era lo único que no quedaba en tu vida. Nadie supo qué pasó contigo: sólo describían el sonido de tus pasos internándose en el callejón.

Al amanecer el cuarto tenía una humedad que no era de mujer ni de amor. El día se fue filtrando por la puerta que olvidaste cerrar, por las ventanas que siempre estaban de par en par. Conjeturaba el profesor del ciento dos, que te escapaste con la muerte gracias a que ella te hizo el amor con la misma ternura que usó el hampón que te raptó en la niñez.

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