Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Regalo

—Qué pena mijo, pero no hay más trabajo —dijo Don Gabriel con voz temblorosa.

—¿Qué hago con el uniforme? —le preguntó Javier.

—Quédeselo. El negocio entra en liquidación.

Se miraron a los ojos: los de don Gabriel sostenidos por unas ojeras gruesas y los de Javier acongojados.

—Gracias don Gabriel.

Hicieron el amago de estrecharse la mano, pero recordaron que estaba prohibido. Sonrieron bajo sus tapabocas, dieron media vuelta y cada uno tomó su camino.

En el barrio Javier se encontró con Juan Carlos, que bebía del pico de una botella litro y medio. Se saludaron con un movimiento de la cabeza. Juancho, como le decían a Juan Carlos, le ofreció la botella. Javier dio un sorbo que casi devuelve cuando sintió el fogaje de ron mezclado con unas gotas de gaseosa.

—¿Y eso? —preguntó Javier al tiempo que regresaba la botella—. ¿De dónde sacó plata para el ron?

—Me cuajó una vuelta.

—¿Vuelta de qué o qué?

—Parce: una vuelta. No pregunte. Más bien jarte. —Le ofreció la botella.

Bebieron sentados en el andén, contemplando las calles vacías, el sol reflejándose en las ventanas, el viento que arremolinaba el polvo.

—¿Qué es esa mierda? —preguntó Juan Carlos señalando la bolsa de rayas blancas y azules.

—Un disfraz de papá Noel.

—¿Y eso?

—Un trabajo chimbo que me conseguí por ahí.

—¿Es que iba a trabajar hoy? ¿No se supone que hay toque de queda?

—Yo no sabía.

Juan Carlos tomó la botella y dio un sorbo con los ojos perdidos en el horizonte. Parecía que masticaba una idea que no terminaba de cuajar.

—Javi; ¿qué va a hacer con ese disfraz?

—No sé, parce. Botarlo.

—¿Me puede hacer un cruce?

Javier miró a los ojos de Juan Carlos, que se puso de pie. Metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes.

—Le pago y tales. —Juan Carlos mostró el fajo de billetes arrugados.

—Todo bien, Juancho: no es necesario que me pague.

—Parcero: no regale su trabajo. ¿Cuánto cobra por la vuelta?

Javier tomó la botella y le dio un sorbo largo. Alzó la cabeza y acomodó la mano sobre la frente para evitar el sol sobre sus ojos.

—¿Cómo son vueltas? —preguntó Javier.

—¿Se acuerda de Camila?

—Obvio.

—Usted sabe que terminé de agarrón con ella, me tiene demandado y tales.

—Sisas. Por el niño.

—¡Exacto! Justo es por eso que lo necesito: quiero darle un regalo a Miguelito y quiero que usted lo lleve.

—¿Qué tiene que ver el disfraz?

—¿A lo bien, Javi? ¿Qué pasa, parcero? Es obvio: quiero que vaya disfrazado de papá Noel. ¿Cuánto cobra por la vuelta?

—¡Qué le puedo cobrar por semejante maricada!

—Hagamos una cosa: le doy cincuenta barras. ¿Le parece bien?

Javier se levantó de un brinco.

—¿Cincuenta mil por esa güevonada?

—¿Muy poquito o qué?

—¡Cómo se le ocurre, Juancho! Al contrario. Deme… no sé… diez lucas.

Juan Carlos tomó un billete de cincuenta mil y se lo metió en el bolsillo de la camisa de Javier. Le dio un golpe en el hombro.

—Diez por la vuelta y cuarenta barras para una pola y un par de medias.

El rubor corrió por las mejillas de Javier. Se le humedecieron los ojos.

—A lo bien Juancho que no tengo palabras para agradecerle.

—Pásese a la casa tipo nueve.

—¿Disfrazado?

—¿Qué pasa mi pez? Obviamente. De mi casa sale para donde Camila, ríe como papá Noel y que tales, le entrega el regalo a Miguelito y listo el pollo. ¿Me entiende cómo es la vuelta?

Javier movió la cabeza.

—Yo me abro porque voy a buscar el regalo. —Juan Carlos contempló la botella—. Ahí le dejo para que se eche unos tragos mientras llegan las nueve. Suerte parcero.

Javier durmió parte de la mañana, almorzó a las tres de la tarde y se durmió viendo Mi pobre Angelito. Se despertó a las siete de la noche. Se levantó de mala gana. Tomó la almohada sobre la que había dormido y la apretó alrededor de su cintura con su cinturón.

—¿Va a trabajar? —le preguntó la mamá recostada contra el marco de la puerta del cuarto.

—Le voy a hacer un favor a Juancho.

—Javier, usted sabe que no me gusta la amistad con ese muchacho.

—Ese muchacho nos salvó la navidad —dijo Javier exhibiendo el billete de cincuenta mil.

La expresión de disgusto se transformó en asombro.

—Cójalo para lo que necesite —Javier extendió la mano con el billete apretado entre el índice y el corazón.

La mamá tomó el billete y salió del cuarto mientras Javier probaba todas las modulaciones de voz y todas las aberturas de boca hasta que logró un Jo-Jo-Jo convincente. Ensayó su parlamento sin que decayera el tono.

Repasó el libreto mientras caminaba a la casa de Juan Carlos: cuando el niño saliera, reiría con toda la energía de sus pulmones. Se inclinaría para preguntarle si había sido un niño juicioso. Miraría a la mamá. Ella diría que sí (imposible que Camila fuera tan rata). Sacaría el regalo de la bolsa de tela roja. Le sobaría la cabeza al niño y le diría que se portara bien si quería un regalo para el próximo año. Daría media vuelta y regresaría a su casa.

Juan Carlos estaba en la puerta con un cigarrillo en la mano derecha y una lata de cerveza en la izquierda. A su lado había una caja envuelta en un papel con dibujos de papás Noel.

—Severo regalo —dijo Javier a manera de saludo.

—Supiera lo que me costó conseguirlo: San Vitoco estaba más cerrado que culo de muñeca.

—¿Qué le compró?… si se puede saber.

—Es severo transformes. Hágame el favor de llevarlo. Después me cuenta cómo le fue.

Javier tomó el regalo, lo metió a la bolsa roja que acomodó sobre su hombro derecho.

—Feliz navidad, Juancho.

—Feliz navidad, Javiercito. Gracias por el favor.

—En la buena, mi perro.

Javier caminaba con pasos largos y tranquilos. Desde las ventanas emergían canciones de navidad, voces y risas de quienes esperaban la media noche.

En la esquina había dos policías al lado de una Van con el logotipo de la institución. Javier cambió de acera, pero uno de los policías lo llamó a gritos.

—¿Pensó que no lo íbamos a coger porque viene disfrazado de papá Noel o qué? —preguntó el que había gritado. El otro policía estaba recostado contra la pared, contemplando su celular—. ¿Para dónde va?

—Voy a llevarle una sorpresa a mi hijo.

—¿No sabe que hay toque de queda?

—Pero son tres cuadras. —Javier señaló un punto indefinido.

—¿Qué trae en la bolsa? —preguntó el policía.

—El regalo para el niño.

—¿Qué es?

—Un transformer.

—¿Dónde lo consiguió?

—En San Vitoco.

—San Victorino está cerrado.

—Tengo una flecha que me hizo el cruce.

—¿Una flecha?

—Sí señor.

Los ojos de Javier brillaban de ironía y los del policía se apretaban como si quisiera ahorcarlo. El otro agente se acercó con pasos cortos.

—¿Me quiere ver la cara de güevón, o qué?

—¿Yo? —respondió Javier con un tono juguetón al tiempo que se ponía la mano en el pecho.

El policía le propinó un puño en la cara.

—Esta es mucha gonorrea —gritó Javier antes de recibir el segundo puñetazo en la boca.

Javier trastabilló y cayó sobre el regalo, que crujió. El policía le puso el taser contra la pierna y apretó el gatillo, descargando 400 voltios que quemaron la piel de Javier, que lanzó un alarido. El otro policía se inclinó para acomodar su rodilla sobre la nuca de Javier. Un perro ladraba con desesperación desde una ventana.

—¿Dónde le quedó la valentía? A ver. —preguntó el policía del taser.

—¿Cuál valentía? —murmuró Javier antes de la segunda descarga eléctrica.

Javier gritó y el perro ladró con más energía.

—Así me gusta: que grite como una puta barata —dijo el policía que tenía la rodilla sobre la nuca de Javier.

Tercera descarga y tercer grito. El perro ladró como si pidiera auxilio, pero nadie salía a ayudar a Javier, que se retorcía de dolor.

—Espose a esa loca y llevémosla al CAI —ordenó el que tenía la rodilla sobre la nuca de Javier.

Cuarta descarga del taser y cuarto grito.

—No más, por favor —suplicó Javier.

—Ve que no es difícil portarse como un buen ciudadano —susurró el policía antes de la quinta descarga.

Javier intentó gritar, pero no pudo. El policía lanzó el taser al piso, sacó las esposas con las que apretó las dos muñecas de Javier. Recogió el taser, lo metió en la funda y le dijo a su compañero que le ayudara a levantar a Javier, que no podía caminar. Lo lanzaron a la Van como si fuera un bulto de papa. Levantaron la bolsa del piso, la arrojaron sobre Javier, cerraron la puerta y cada uno se sentó en su puesto: el del taser de copiloto y el otro frente al manubrio.

Giraron en la esquina y se fueron derecho al parque. Estacionaron al lado del CAI. Cada uno aferró un brazo de Javier, que no movía los pies. Lo arrastraron al CAI. Lo lanzaron en una esquina. La almohada estaba en el pecho y la barba enrojecida por la sangre que bajaba de la nariz.

—¿Ese marica qué o qué? —preguntó el teniente.

—Incumplió el toque de queda y encima se puso alzado —respondió el del taser.

—Además que no pudo explicar de dónde sacó el regalo que llevaba en la bolsa —terció el otro policía.

El teniente los examinó con las manos en la cintura y una pierna levemente doblada. Los conocía. Sabía de sus métodos y sus arranques de ira. No estaba de humor ni de ánimo para regañarlos. No quería amargarse la navidad por culpa de sus huevonadas.

—Traiga el regalo —ordenó.

El del taser salió del CAI, abrió la puerta trasera de la Van, sacó la bolsa roja, extrajo la caja y botó la bolsa en una caneca. Cerró la puerta de La Van y caminó hacia el CAI silbando una canción navideña.

Le entregó la caja al teniente, que la observó sin interés. La acomodó sobre el escritorio, sacó un bisturí de un cajón y lo clavó sobre una de las caras. El bisturí surcó la superficie en una línea recta. La abrió con las dos manos. Sacó el carro, que acomodó en el piso. Leyó las instrucciones. Buscó las pilas y se las puso al control. Apretó el botón rojo. El carro se desplazó con ruidos electrónicos. Pulsó el botón azul. El carro se detuvo. Oprimió el botón verde. El carro levantó el capó y se transformó en un muñeco de cincuenta centímetros de altura.

—¡Qué putería! —dijo el teniente con una sonrisa de niño.

Pulsó el botón naranja y el muñeco regresó a su forma de vehículo. Movió la perilla y el carro avanzó, giró a la derecha, frenó, retrocedió. Todo en medio de la algarabía de sirenas, voces electrónicas y luces que iluminaban el interior del CAI.

—Disculpe, mi teniente; ¿qué hacemos con ese marica? —preguntó el policía del taser.

—Ese es su problema. —Los miró a los ojos—. Si fuera ustedes, lo botaría lo más lejos posible.

Los policías hicieron el mismo gesto de adolescente al que se le piden que lave el baño. Levantaron a Javier de mala gana, lo arrastraron y lo metieron a empujones en la Van. Cerraron la puerta.

—¿Qué hacemos? —preguntó el del taser.

—Debió dejar sano a ese malparido. Vea en el problema que nos metió.

—¿Cuál problema? ¿Le vio la cara? Ese hijueputa es un ladrón. Yo los conozco a kilómetros. Esas gonorreas sólo hacen daño. —Calló como si sopesara sus pensamientos—. Vamos al caño.

El policía levantó los hombros y caminó hacia el puesto del conductor. El del taser se sentó a su lado. Cerraron las puertas al tiempo.

Deambularon por el barrio en silencio. Arribaron al canal de aguas residuales. El piloto apagó el motor. El copiloto se bajó, caminó hacia atrás y abrió la puerta.

—Bájese, gonorrea —murmuró.

No obtuvo respuesta. Sacó el taser de la funda y lo acomodó sobre  la pierna de Javier. Pulsó el gatillo para descargar 400 voltios. Javier apenas gimió en medio del traqueteo.

—¿Se le acabó la valentía?

Javier respiraba con dificultad.

—Gutiérrez: ayúdeme a bajar a esta loca —gritó para que lo ayudara el policía que continuaba detrás del timón.

Gutiérrez miró a través del retrovisor. Bajó de mala gana y fue a la parte de atrás. Cada uno tomó un pie de Javier y jaló hasta que quedó la mitad del cuerpo por fuera. Soltaron los pies y el cuerpo se escurrió como una masa gelatinosa. La caída sonó igual que si hubiera descargado un bulto de arroz. Tomaron a Javier de los hombros y lo arrastraron hasta el andén. Lo soltaron.

—¿Lo tiramos al caño? —preguntó Gutiérrez.

—Dejémoslo debajo de esos arbustos.

Lo arrastraron hasta la maleza que crecía al borde del caño. Lo contemplaron como si fuera un ejercicio de matemáticas.

—¿Y si ese marica se le da por abrir la jeta? —preguntó Gutiérrez.

Se miraron a los ojos y después contemplaron a Javier, que parecía un bulto de ropa vieja. El del taser sacó la pistola y apuntó a Javier. Buscó los ojos de Gutiérrez, que movió la cabeza de arriba abajo. La detonación pegó contra el bloque de apartamentos y regresó distorsionada.

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