Ella es Amy. Él es Nick Dunne. Los dos escritores. Los dos exitosos. Se conocen, enamoran y casan. Después, por alguna conjura del destino, empieza el derrumbe.
Ella desaparece el mismo día que cumplen el quinto aniversario de matrimonio. Él la busca. O hace que la busca, porque su indiferencia da pie a suponer que no está tan interesado en que aparezca. Es evidente que está cansado del matrimonio. Cinco años de convivencia no son fáciles. Es probable que existan razones para que esté agotado. Tal vez encontró nuevos horizontes. Quizás otra mujer.
Hasta este punto es un thriller equilibrado: toda la maquinaria narrativa está engrasada y trabajando a todo vapor. El ritmo y la tensión son perfectos. No hay fisuras por ningún lado.
Luego, en un giro imprevisto, todo se derrumba. Caen muros y techos, desnudando la verdad. Cada uno es lo que es. Ni más ni menos. Tampoco su matrimonio escapa al desnudamiento: se evidencia que lo que parecía perfecto no es más que un abismo y un lodazal.
En este film se quitan los resortes, las tuercas, los ejes de la institución matrimonial para ponerlos debajo de un reflector. Las ranuras se ven enormes, el fango monstruoso, el desgaste se hace evidente. Cientos de mordeduras que erosionaron los engranajes hasta hacer imposible el movimiento. Por esa razón el matrimonio no avanza. Queda quieto por meses o años. Agoniza. Parece una caja que lleva en su interior a una pareja de muñecos deformes y frustrados. Una caja que, como el matrimonio de Nick y Amy, como la institución matrimonial, no avanza ni decide hundirse.