Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Paquete

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¿Quién, a estas alturas de mi vida, me podría enviar un paquete?, se preguntó mientras caminaba sosteniendo el envío con una mezcla de asco y curiosidad. Lo dejó sobre la mesa del patio y lo contempló a un metro de distancia. Fue al baño donde se refregó las manos con la piedra pomes hasta que se pusieron rojas. Luego lavó la loza al tiempo que lloraba de rabia porque su esposo debería estar con ella, en lugar de estar al lado de una mujer veinte años menor.

Minutos después su hijo la encontró sentada en una butaca, contemplando el paquete.

—¿Y eso? —preguntó él.

Intentó tocarlo, pero la mamá le sujetó el brazo con fuerza.

—¡No lo toque!

—¡Por dios, Mamá!

—¿Quién sabe qué sea?

El hijo leyó.

—¿De Cúcuta? ¿A quién conoce en Cúcuta?

—A nadie. Y lo peor es que…

Se quedó callada observando el envío.

—¿Qué es lo peor mamá?

Sus labios temblaban.

—¡Mamá!

Continuó en silencio, como si temiera que sus palabras pudieran hacerle daño a alguien.

—¿Se acuerda que le conté que vi a un tipo intentando abrir la casa del frente? —susurró mirando a lado y lado. —Antenoche encontré en la puerta un manojo de flores amarradas con un cordón de zapato. Yo creo que él las dejó para amenazarme.

—¡Ay, mamá, deje de decir bobadas!

—Ningunas bobadas. Piénselo. Ese tipo quiere hacerme daño.

—¿En serio cree que el ladrón le envió una bomba?

—O un químico que me haga daño… que me mate.

—A ver mamá, ¿el tipo cómo supo su nombre y apellido?

—No sé. Lo pudo averiguar con los vecinos.

—¡Cuáles vecinos! Usted no habla con nadie. Se la pasa todo el día encerrada.

—Buscó los datos por internet.

—Okey, digamos que sí. ¿Por qué puso remitente? ¿No sería mejor dejarlo tirado y ya? ¿Para qué enviarlo por una empresa de correos?

—¡El paquete lo envió él y punto! —gritó malhumorada.

El hombre levantó los hombros y fue a la cocina. Allí mezcló el tinto con leche y lo tomó de un sorbo largo. Después fue a la sala.

—No me deje sola. Mire que el tipo puede venir a hacerme algo —dijo la anciana caminando detrás de él.

—¡Dios mío, mamá! Qué tipo ni qué nada. Más bien báñese y dese una vuelta. Si quiere visite a sus hermanos, a sus sobrinos. ¡A alguien!

—No se vaya —se aferraba al brazo de su hijo.

—Mamá, por favor. Tengo que trabajar —respondió con voz resignada.

—Llame y diga que está enfermo… Si quiere, yo llamo y les digo que sumercé no puede ir.

—No señora —sacudió el brazo para que ella lo soltara. Dio media vuelta y se fue sin despedirse.

La mujer se sentó en el sofá sin saber qué hacer. Se sintió sola y vieja. Incluso ridícula. Tuvo la sensación de que los años la habían transformado en un trasto viejo. Puso agua en la estufa para hacer tinto. Asomó la cabeza para observar el bulto mientras hervía el agua. Le parecía que el paquete crecía a medida que pasaba el tiempo. Regresó a la cocina, donde se sentó frente a la estufa con la mirada perdida en las tinieblas del horno.

Tomó el tinto contemplando el bulto desde la puerta del patio. Después encendió el televisor. Cambió de canales hasta que encontró la eucaristía. Se acomodó y a los diez minutos se quedó dormida. Al medio día se levantó con hambre, pero le dio pereza cocinar. Mezcló el tinto con leche y se lo tomó con dos mogollas. Quiso llamar a sus hermanos, pero sintió vergüenza que pensaran que era una desocupada.

Subió a su cuarto.

Como todos los días, se sentó a contemplar la calle. En la ventana de la casa del frente había una mujer de su misma edad, observándola con curiosidad. Le sonrió. La vecina, al verla, arrugó la boca y corrió la cortina.

—Vieja pendeja —dijo malhumorada.

A las cuatro de la tarde, abrumada por la incertidumbre, envolvió el paquete en dos bolsas y se lo llevó hasta el caño. Lo lanzó a las espesas aguas. La corriente lo llevó lentamente hasta el recodo en el que se acumulaban las basuras que venían flotando desde el oriente de la ciudad. Le cayó un buitre encima, lo picoteó como si fueran las entrañas de un animal. Después de escarbar, lo contempló con la cabeza inclinada hacia la derecha. Como no encontró nada que le interesara, emprendió el vuelo. Minutos después un perro olfateó los fragmentos y luego continuó su ruta sin interesarse en los restos que había dejado el ave.

Quiso dar la vuelta por el puente para contemplar las entrañas del bulto, pero le dio pena que las personas la vieran escarbando la basura. Entonces regresó a su casa.

A las siete llegó el hijo. A pesar de que no le preguntó por el paquete, le contó la aventura con tantos rodeos, que terminó perdida en un relato en el que tejió un sueño, la llamada que no le hizo a su hija, la historia de las flores y el viaje al caño.

A las ocho sonó el timbre. Se puso pálida.

—Vaya a ver quién es —ordenó a su hijo con la voz temblorosa.

Era Alejandro, su sobrino.

—¿Cómo está, John? — saludó.

—Bien, hombre —respondió este, en medio de un bostezo— ¡Mamá, es Alejandro! —gritó.

John Le ofreció un tinto que Alejandro declinó con un leve movimiento de la mano.

—Y eso Alejo, ¿a qué viene? —preguntó colgada del brazo de su hijo.

—Tía, vengo a recoger el paquete que enviaron de Cúcuta.

—¿Paquete? —dijo la mujer al tiempo que bajaba la mirada—Acá no ha llegado nada.

—Qué raro —dijo Alejandro—. Hasta les pedí el favor que lo pusieran a su nombre para que no tuviera problemas cuando lo recibiera.

—Sí, rarísimo —repitió al tiempo que pellizcaba a su hijo para que no abriera la boca.

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