Llegó cuando los vientos se llevaban los sombreros en el vértigo de las seis de la tarde. Las personas se arremolinaron alrededor de la pista para ver aterrizar al DC3. Al final de una salva de aplausos, abrieron la puerta y acomodaron la escalera. Abajo lo esperaba Citroen, familiar de Julius Streicher. Apretó su mano con energía al tiempo que lo empujaba hacia el automóvil. Se internaron en caminos de herradura que los condujeron a una villa. Después de estacionarse bajo una arboleda, caminaron hasta arribar a una casa en ruinas.
Al comienzo Citroen lo visitaba regularmente. Llegaba con una caja de libros, algunos ejemplares de periódicos que circulaban en países europeos y dinero. Sin embargo sus visitas se fueron espaciando en tiempo y cuantía: cada viaje traía menos dinero, y al final no llevó diarios ni libros. Por tanto no eran extrañas las épocas en las que se vio precisado a vender relojes o cubiertos de plata para sobrevivir.
Una tarde Citroen le notificó que no regresaría porque había quebrado la empresa naviera en la que trabajaba.
—¿Sabe algo de Eva? No sé de ella desde hace siete años, cuando nos despedimos en Barcelona, —preguntó para evadir el vértigo de la noticia.
Citroen al final de una pausa, le entregó una carta junto con los papeles de propiedad de la casa. Le apretó la mano con la certeza que sería la última vez que se verían.
En la carta Eva le relataba las penurias que pasó en Bariloche después del juicio de Núremberg. Por esa razón se habia visto obligada a viajar a Buenos Aires, donde sobrevivía gracias al sueldo que recibía por administrar Konec, la tasca de Victor Laszlo, un checo que se radicó en Argentina poco después que su esposa lo abandonara.
Después de leer la carta, la partió en cuadritos y la lanzó a la hoguera, mientras la noche se abalanzaba contra la casa con la ferocidad de la tragedia.
Al final del año vendió el terreno a los vecinos en un trámite arduo gracias a su español arisco. Con el dinero en el bolsillo, caminó las calles de Tunja hasta encontrar El Emperador, un hotel administrado por Martin Krupp, el mayor de los hijos del fundador y Sara Castellanos, su esposa.
Cuando el dinero se acabó, sobrevivió con los réditos que dejaba las clases de alemán que impartía a los hijos de los hacendados de la región. Sin embargo su paciencia se vio rebasada cuando los jóvenes, después de seis meses de clase, eran incapaces de pronunciar correctamente Schütelmayor, el apellido que inventó Citroen cuando hizo la documentación falsa. Lanzó la mesa por el aire y gritó improperios hasta quedar asesando frente a un grupo de muchachos aterrorizados.
Sara, apiadada de su avanzada edad, le consiguió el trabajo que ejercería por el resto de sus días: celador de El Colegio Boyacá. El rector advertido de sus frecuentes accesos de ira, le asigno el turno de noche para evitar problemas.
En el atardecer salía del hotel atravesaba la Plaza de Bolívar en diagonal y llegaba exactamente a las siete de la noche a la puerta del colegio. En la portería lo esperaban un radio de pilas con el que intentaba atrapar los ecos de emisoras que transmitían en onda corta.
A la mañana siguiente regresaba al hotel maldiciendo el instante en el que había aceptado el trato con Estados Unidos. Habría preferido morir ahorcado después de un juicio que pasaría a la historia o quizás envenenarse con su esposa, Eva Braun. En últimas, pensaba él, cualquier muerte era más digna que verse reducido a ese estado que era peor que el infierno…