A la memoria de Nabyl Cortés
Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy un viejo, estoy tentado a decir que era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.
¿A qué se dedicaría usted en este momento?
Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Contaba Walther, a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se fracturara un brazo en la primera curva.
—Si ve que siempre quise ser bombero”, —dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto.
Poco después de habérselo dicho, y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre sus libros. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad de un abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.
O tal vez habría cuajado la idea de ser chef.
—Motas, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena”, —dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios.
—¡De una!”, —respondí contagiado por su energía.
Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Pero usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid.
Después de mi confesión, vino el ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semidestruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre el sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. De repente apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Entonces emprendió su clásico pique choro al tiempo que me gritaba, “nos vemos luego”…
Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.
Quiero creer que aquella noche del viernes trece de diciembre del dos mil dos, usted saltó la reja y luego se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. El hecho es que lo hizo en medio de la noche, sin testigos que dieran fe de lo que hizo o de lo que dejó de hacer. Sólo quedaron conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que se atraviesa constantemente en las arterias de la memoria.
¡Qué pronto se fue mi Nabylón!
No sabe cómo me gustaría que esta noche nos encontráramos para beber y luego, en medio de la borrasca etílica, ver cayendo los compañeros en los pantanos de la borrachera. Quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia.
—Nabylón, ¿alguna novedad?
—Ninguna.
—¿Conquistas?
—Cero. ¿Y usted?
—A ceros, como siempre.
Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración.
—Pero queda el trago, —diría antes de entregarle la botella.
—Pero queda el trago, —repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera.
Después contemplaríamos las esperanzas creciendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…