Odio Tunja, sus calles inclinadas, sus vientos descontrolados, su costumbre de apagarse a las ocho de la noche como si fuera una vela que pelea contra las sombras que se transforman en costras que impiden preguntarle a Jorge si algún día dejará de decirme Niña Bonita con la dulzura que lo dice, o si algún día dejaré de ver sus ojos cuando sugiere que me quiere tanto como yo lo quiero, sugerencia que al rato me hace pensar que no fueron sus ojos sino mi imaginación quien me hizo creer en sus palabras, entonces me siento como una idiota, como si sus palabras no valieran nada; ¡qué digo sus palabras!, como si mis palabras no valieran nada, que fueran menos que mierda, por eso las meto en el mismo cajón en el que guardo la noche que vi a Jorge masturbando a Laura en un salón del Edificio Central; Laura, Laurita, esa perrita que parece una noche fría y densa como el fango que le sale de la vagina, porque de ese cuerpo no puede salir más que fango y mierda y víboras y más mierda, como le salía mierda de la boca de Jorge esa noche y todas las mañanas, todas menos aquella en la que me dijo con sus ojos de hombre de treinta y seis, con su voz de profesor, que mi nombre era bonito, que tenía una sonoridad que evocaba tardes de melancolía y yo, que soy una tonta, le creí cada una de las palabras que fui guardando hasta que tuve material suficiente para construir una esperanza, un sueño, quizás un capricho que va creciendo en mi interior como si fuera un bebé que encorva mi alma, un bebé que patea en las noches de lágrimas y silencios y viento que silba contra la ventana como un fantasma que susurrara versos con la misma cadencia con la que Jorge los recita en las tardes de tinto y poesía de Bonifaz Nuño, de Sabines o de algún poeta mexicano que escuchó en el Palacio de Bellas Artes cuando era estudiante de antropología de la Unam, al final se acuerda de una amiga, de otro poema o de la anécdota que repite cada tarde, como si fuera un salmo o alguna cosa de esas que hay que repetir para que Dios se meta en el cuerpo y no deje que entren las palabras de Jorge y mucho menos esos dedos largos, juguetones, que saben cuando mi cuerpo los necesita para que mueva palancas, cables y clavijas que desconectan mi cerebro y me entregan a ese placer que debe parecerse al nacimiento, porque salgo de él húmeda como si acabara de salir de las vísceras de mi mamá o del escroto de mi papá o de la imaginación de Dios o de quién sabe qué lugar que Jorge no conoce, que nunca conocerá, porque el orgasmo de los hombres es tan pequeño, tan poca cosa, apenas un apretón del cuerpo, un gemido de dolor y luego se aflojan como si se les hubiera roto algo por dentro, quizás el alma, y después sonríen con la mueca del que agrega un orgasmo a la cuenta, como si se tratara de acumular orgasmos o coleccionar mujeres que los hacen eyacular o de almacenar historias que les contarán a otras mujeres que también los harán venirse entre apretones del cuerpo, mujeres que abandonarán como si fueran una colilla en un andén teniendo la precaución de ponerle el tacón encima para que no hagan arder la pradera, como dijo Jorge, o quizás haya sido el viejo Mao quien lo dijo con su cara de estreñimiento, ¿o sería Marx?, o puede que lo haya dicho Sara con sus ciento setenta centímetros de odios y rencores con los que quiere incendiar praderas, fábricas, oficinas, gobiernos y el mundo entero, porque ella no quiere más que destrucción, pero el idiota de Jorge la mira como si estuviera hecha de laberintos en los que quisiera perderse o de caramelo que quisiera lamer o de quién sabe qué cosa que no le doy en las tardes de tinto y poesía, o que no le dio Laura en los salones del Edificio Central o quizás que no le dio su ex esposa o cualquiera de las muchachitas que se comió en los baños, en los pastizales de la universidad o en los moteles a los que me lleva mirando sobre su hombro, como si temiera que le cayera la policía por llevar niñas a lugares donde el silencio que sobreviene a la jauría de gritos es peor que este silencio de mierda, de este silencio que me llena el alma de ganas de llorar hasta que la oscuridad se hace luz y debo ser la tontarrona que no habla, que calla todo el día, la que camina con la mirada en el piso y con la cabeza puesta en Laura, en Sara o en cualquier mujer que mira a Jorge con los mismos ojos que yo lo veía a comienzos de semestre, cuando creía que sus treinta y seis años eran un abismo que devoraba cualquier posibilidad de que él y yo pudiéramos tener algo, pero resultó que el abismo no era más que una línea de cenizas que se fue con el mismo viento que se lleva las lágrimas que caen desde que Jorge se presentó como el profesor de Antropología, en mayúscula, como si no existiera más profesión que la suya ni más sonrisa que la que se escurría de sus labios como una fuente de sabiduría que parecía infinita, pero que no era más que memoria, que no es más que mierda que dosifica lentamente para que no nos marchitemos en las clases que se hunden en el olvido minutos después de que salimos del salón como una manada de cachorros de veinte años que corren por las praderas que se incendiarán como decía el viejo Mao, ¿o era el viejo Marx?, o quizás lo decía Sara con sus ciento setenta centímetros de rencores y laberintos…
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