Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Líneas quebradas

Flores2

Estaba sentada sobre sus talones como una niña de ocho años. Lloraba frente a la tumba de mi esposo con las flores apretadas en las manos. Era un llanto profundo y silencioso. Después dejó las flores sobre el pasto y sacó una agenda del morral. La acarició unos segundos, buscó una página y leyó en voz alta algo que no podía entender porque estaba lejos de mí. Quizás leía alguno de los poemas que le enviaba al correo. Decenas de poemas largos, ingenuos, deshilvanados. Palabras puestas de cualquier manera que pretendían hablar del amor desigual de una adolescente por un hombre mayor.

¿Que por qué lo sé? Hombre, Diego, muy fácil: porque soy mujer. A las mujeres no nos queda difícil saber la clave del novio y menos del esposo. Basta conocerlos un poco y estar a su lado cada vez que abra el correo. Ya sabes: un abrazo por la espalda mientras escribe la clave o sentarse al lado con el televisor a todo volumen, haciendo comentarios sobre la novela pero mirando el teclado. Tantas cosas que nos ideamos las mujeres para hacerlo sin que ustedes se den por enterados.

Justamente porque sabía la clave de su correo, supe que esa muchachita le enviaba poemas y fotos que subieron de intensidad a medida que crecía.

En la primera fotografía está sentada en el sofá abrazando un oso de peluche más grande que ella. Sonríe con picardía, como diciéndole que así lo quería tener a él. En la siguiente foto tiene pijama azul cielo que le deja ver dos senos demasiado grandes para una mujer de su edad. Mira la cámara desde la incertidumbre de una mayoría de edad recién estrenada. La tercera y última foto, tiene un buzo y un panty negro. Las manos hacen el ademan de bajar los hilos del panty con un gesto de irreverencia. Sus ojos miran a la cámara con la seguridad de saberse deseada.

Al final de la lectura dejó la agenda al lado de las flores. Contempló la tumba con los labios apretados y las lágrimas le dejaron un sendero de pestañina en sus mejillas de bebé.

Diego, le confieso que la juventud y belleza de esa mocosita me llenan de rabia. ¿Por qué Fernando no se habrá ido con ella? ¿Qué lo empujó a quedarse conmigo? Hace buen tiempo que dejé de ser atractiva. Nunca fui interesante para él. No leía a Borges ni a Kazantzakis. No sé quién carajos es Junot Diaz ni me interesa conocer a Rilke. Aunque debo matizar un poco la afirmación: no se puede decir que odio la literatura. De joven leía novelas y libros de crónicas. Ya sabe: eran los días en los que no tenía más problemas que pasar materias. Los días en los que se podía leer y soñar como una estúpida.

Pero después, como sabes perfectamente, mi universo se transformó en impuestos, informe de final de mes, cuentas de nómina. Horarios de ocho horas que se alargan a diez o doce. Chismes de oficina que siempre incluyen el romance de alguna muchachita desorientada. Una vida que no es otra cosa que un crucigrama de días que se ordenan entre líneas que se quiebran al final, cuando llega la muerte. Una vida que se transformó en un libreto aburrido y repetitivo en el entraba y salía el Fernando que me tocó en suerte.

¿Cómo habrá sido el Fernando que conoció esa muchachita? ¿Sería igual de histérico al hombre que tuve por esposo?

Muchas veces envidié a esa culicagada. A ella le tocaba lo mejor de Fernando: el hombre generoso y dulce que conocí en la juventud. Aquel estudiante que me llevaba a caminar por el centro porque no tenía plata ni para un café. El que soñaba con ser un escritor de culto y que al final no fue más que un profesor de colegio.

A mí, en cambio, me tocó el Fernando histérico, desordenado, grosero. El salvaje que pedía sexo a gritos o que tiraba el anillo a la caneca de la basura cada vez que nos acorralaban las deudas. El Fernando que padeció una úlcera que todas las noches lo hacía gritar, revolcarse en la cama como un gusano. Incluso, al final, cuando la úlcera se transformó en cáncer, lo hacía vomitar sangre abrazado al inodoro.

Después de llorar dejó las flores en la lápida, metió la agenda en el morral y caminó hacia la salida. La seguí sin que se diera cuenta. Por alguna razón quería verla más, tener la posibilidad de odiarla otro rato.

Quizás por eso llegó a mi cabeza  la imagen de ella cabalgando a mi esposo mientras yo naufragaba en informes y arqueos de cajas. Las vacaciones en que la llevó a un congreso de Literatura a Cartagena, dejándome encerrada como una idiota. O las veces que lo llamaba a la casa para decirle quién sabe qué cosas.

Pude formarle la pelea después de las llamadas o de los correos. Tuve muchas oportunidades de terminar su jueguito de viejo verde. Pero no lo hice porque prefería que me pusiera los cachos a tener que vérmelas sola contra esta vida de mierda. ¡Qué ironía! No importó que me hiciera la loca, o que aguantara la grosería de Fernando, porque finalmente quedé sola como un hongo. Sola y vieja. ¡Linda combinación! Ni siquiera me queda la esperanza de encontrar esposo porque a mi edad el amor no es más que un cuento de hadas.

Llegamos a la Autopista Norte. En el paradero ella esperó el bus alimentador con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Me acerqué lentamente y cuando estuve a su lado, le dije Perra al oído. Dio un salto y después me miró a los ojos. Se puso pálida. Bajó la cabeza y se fue dando zancadas largas. Subió las escaleras del puente peatonal de dos en dos. A mitad de camino me contempló de nuevo. Levanté el brazo lo más que pude y le hice pistola con el dedo medio. Bajó la cabeza y se fue sin mirar atrás.

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