No me gusta el teatro. Es decir, no me gustaba.
Aquella noche, poco antes de iniciar Labio de Liebre, me decía que era mejor el cine que el teatro por muchísimas razones. Todas ellas, pensé después, equivocadas. Son lenguajes diferentes a pesar de su cercanía. Como la prosa y la poesía. Las dos, si se lo propone la poesía, pueden contar una historia con inicio, nudo y desenlace. Las dos, si se lo propone la prosa, pueden cantarse bajo la ducha.
Como dije, eso pensaba antes que iniciara Labio de liebre.
Quedé impactado después de verla. Para hacer justicia, quedamos impactados los miles de personas que asistimos a la presentación en el Jorge Eliecer Gaitán. Al final de la función salimos a medir calles en silencio, como si fuera una procesión de semana santa. Todos con el alma incómoda, como si quisiera salirse del cuerpo.
Y no era para menos: acabábamos de ser testigo de una de las tantas historias que han dejado sesenta años de guerra. Pero no fue dicha a la carrera, para darle espacio a la franja comercial, como sucede en los noticieros. Se narró sin afanes, con una buena dosis de humor para que entrara sin dolor. Una vez adentro, se instaló en un recoveco de la memoria del que emerge de vez en cuando. Pero no sólo la historia, también brotan sensaciones, temblores, risas, malestares. Parece que hubiera quedado en el alma un cuchillo que no corta ni hiere, pero que está ahí, incrustado en algún lado, doliendo de vez en cuando, como una espina que no quiere salir.