Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

La vida, esa feroz bancarrota

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La casa tiene balcones por los que nadie se asoma. Está ubicada frente a la iglesia de La Candelaria, diagonal a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Quizás la proximidad a la biblioteca fue la que definió su uso: en el primer piso hay tres fotocopiadoras y cinco empleados. En el segundo piso —una especie de tarima de madera— hay una muchacha de sonrisa fácil y diez computadores separados por cubículos de madera prensada. Probablemente esa tarima no existía el 9 de mayo de 1638, día en el que nació Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. Hijo legítimo de Bartolomé Vásquez y de María de Ceballos. Buenos cristianos y gente apacible, al decir de Roberto Pizano.

Por alguna de las tres puertas actuales, salía el joven Gregorio al taller de don Baltazar de Figueroa, pintor agrio y poco talentoso que lo recibió como alumno pero lo usó de recadero.

Un día Gaspar forcejeaba con el lienzo, intentando hacer los ojos del San Roque que se encuentra en la iglesia de Santa Bárbara. Irascible, agobiado de pelear contra su propia incapacidad, salió del taller dando un portazo. Al rato regresó con el ánimo apacible. Sin embargo, la paz le duró poco: encontró a San Roque con los ojos que no había podido pintar. Llamó a su alumno con un grito que espantó las palomas del techo. “¿Usted hizo esto?”. Gregorio asintió con un movimiento de la cabeza. “Si usted es maestro, váyase a poner tienda”, le dijo al tiempo que lo arrastraba a la puerta. Lo empujó a la calle y dio un portazo.

En esa casa —hoy llena de estudiantes que esperan las fotocopias— Gregorio rumió la humillación de don Baltazar y en esa casa deliberó sobre la oferta del oidor don Bernardino Ángel de Issunza.

Por aquellos días el oidor tenía amoríos con María Teresa Orgaz, mujer de la que no sabe si era bella pero de quien se tiene la certeza que era cachonda. El arzobispo, enterado de sus andanzas, encerró a María Teresa en el convento de Santa Clara. Alguien informó al oidor que Gregorio era de los pocos hombres que había entrado al convento gracias a su oficio de pintor. Lo buscó para pedirle que rescatara a Orgaz.

No se sabe de qué manera la rescató, pero se sabe que lo hizo. Al siguiente día el arzobispo ordenó una investigación que terminó con Gregorio en la cárcel y con el oidor absuelto. Tiempo después Gregorio recuperó la libertad, pero no recuperó la confianza de los santafereños que huían de él como si tuviera lepra. Sin mecenas ni trabajo, se vio obligado a vender sus cuadros golpeando las puertas de vecinos y conocidos.

De puerta en puerta y de año en año, Gregorio se hizo viejo. La cordura, la vida y la casa era lo único que le quedaban el 8 de diciembre de 1710. Aquella mañana tomó la comunión en la iglesia de La Candelaria. Se dice que salió bien pero que perdió el juicio en los doce metros que separaban la iglesia de su casa. A partir de ese día vagó por las calles hasta la noche que murió en brazos de su hija.

Gregorio salió por última vez de su casa un día que no registró la historia. No salió él, sino su cuerpo, que fue hacia la Catedral en los hombros de sus hijos, únicos asistentes al sepelio.

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