Me pidió las llaves de la casa. Miró el jardín que crecía en la misma anarquía de siempre y las ventanas que reflejaban las nubes que parecían una sábana sucia que se escurría por las rendijas del cielo. Introdujo la llave en el candado. Saltó el pestillo. Abrió la puerta, y el viento que entró, levantó las hojas que estaban sobre la mesa de centro.
Semanas atrás había regresado a la casa, pero estaba tan maltrecha por la cirugía, que pensó que había sido un sueño. Y no era para menos: las vecinas, al verla en el carro, corrieron detrás de nosotros mientras aplaudían y se santiguaban.
—Bendito sea Dios, —dijo doña Cristina mientras la ayudaba a descender.
La rodearon y todas le narraban historias de familiares y amigos que habían muerto de peritonitis.
Mi mamá se despidió con un movimiento de manos y entró a la casa con pasos cortos, como de fantasma.
Días después salimos para urgencias. En la clínica sentenciaron que tenía nuevamente peritonitis. Esta vez peritonitis residual. Segunda cirugía y diez días de recuperación interna en la clínica. En ese periodo regresó lentamente del limbo en el que la había dejado la primera intervención.
Después regresamos. No había nadie. Ni siquiera se escuchaba el ruido de los carros. En la puerta, como dije, me pidió las llaves de la casa. Entró. Caminó temblorosa y se sentó en una silla de la sala. Miraba las paredes, las sillas y el piso como se observa a los amigos que se daban por muertos.
—Levante las hojas del piso, —fue la primera orden que dio en su imperio de loza que parece que se ensuciara sola, de polvo que va tapizando los muebles con su manto blanco y de pájaros que cantan sin tregua.
Quince días después bajó de su cuarto con pasos vacilantes. Salió al patio, se sentó en la silla y encendió la máquina de coser. Escuchó el ronroneo del motor, contempló el bombillo que emitía luz amarilla y pasó el dedo sobre la estela de polvo que le había caído en los días que estuvo en la clínica. Pisó el pedal y la máquina lanzó el traqueteo de viejas batallas.
Sonrió.
—Ni se le ocurra ponerse a trabajar, —le dije desde la puerta.
—Tan bobito, como si me mandara.
La siguiente semana mi mamá,como hacen todas las mujeres del mundo, retornaba a las trincheras para dar la pelea contra la muerte. Porque las mujeres, en entrega y arrojo, siempre serán las ganadoras. Los hombres sólo somos unos pobres mequetrefes que alardeamos de fuerza y resistencia sin sospechar siquiera lo que significa la palabra dolor. Somos sombras insignificantes frente al instinto de supervivencia de la más frágil de las mujeres.
Mi mamá cose en el mismo instante que escribo estas palabras. Está arqueada sobre la máquina, con la mirada perdida en la costura que emerge de la aguja. Al verla no puedo evitar pensar que llegará el día que la maquina dejará de sonar. El día en el que el candado no volverá a ser abierto por sus manos y en el que el silencio y el desorden invadirán la casa.
En ese momento mi mamá será un recuerdo, un murmullo de palabras que se dirán entre quienes la conocimos. Recordaré, entonces, que al final de su vida fui lo más parecido a un amigo: me contó cosas que no le decía a nadie para evitar regaños o recriminaciones. La acompañé a compras, al médico, paseos, reuniones y, al final, estuve con ella en la enfermedad y en la vejez. Ese oscuro día me quedará el consuelo que le celebré el día de la madre todos los días de sus últimos años.