III
Desde mi mesa te veo caminar orgullosa de la vida que construiste a fuerza de una voluntad inquebrantable, férrea como pocas. Tu memoria vacila un poco, no recuerdas el nombre del bar, lo lees en el dispositivo de última generación, levantas la mirada para comprobar que es el lugar indicado, entras y me lanzas aquella sonrisa que siempre será la luz que me guiará en la incertidumbre de la vida. ¡Hola!, dices con la alegría de la mujer de veinte años que me temía como si llevara una maldición enredada en mis abrazos. Estás hermosa, digo con el hilo de voz que ha sobrevivido al desplome de los años.
¿Cómo van los asuntos en el Ministerio? Igual, dices sin ningún interés. Quizás vienes a darte un paseo por treinta años de una vida que en mi caso se llenó de interrogantes y en el tuyo de triunfos. Ojalá me hubiese visto así a tu edad, afirmo. ¿Así? ¿Cómo? Inteligente, vital, susurro; a los cincuenta era la sombra del hombre que fui a los treinta y cinco. No quedaban más que historias y ganas de verte, de cumplir aquel sueño que agonizaba en los abismos de la fantasía.
Eran las seis de la tarde. Las palomas volaban hacia la Catedral y los indigentes caminaban de un lado para otro alargando la mano a quien pasara a su lado. La Plaza de Bolívar estaba tapizada por una delgada capa de excremento y las tinieblas descendían desde Monserrate. Venías caminando con las manos hundidas en un gabán café y emergían las piernas a cada paso. ¡Carolina!, te llamé cuando estabas a dos pasos. Sabía que no me habías reconocido porque venías perdida en la fronda de pensamientos. Intentaste sacarme del último recoveco de tu memoria, pero no podías. El corazón me dolió al ver tu incapacidad para reconocerme. Diego, dije para guiarte entre la incertidumbre del olvido. ¡Hola!, respondiste después que una oleada de rubor encharcara tus mejillas. Perdóname, estaba… tranquila, interrumpí. Caminamos hacia la Carrera Cuarta y luego giramos a la izquierda hasta llegar a un parqueadero que quedaba en la Calle Catorce. ¿Cómo ves la vida ahora que tienes la misma edad que tenía cuando nos reencontramos?, indagué en la puerta del parqueadero. Te respondo esa pregunta si vienes conmigo, señalaste con una sonrisa que pretendía ser luminosa, pero que se marchitó a mitad de camino.
Una mierda, la vida a los treinta y cinco es una mierda, indicaste en un café de la Calle Sesenta y Siete. Nunca te había escuchado decir una grosería, apunté. ¡Qué mierda!, insististe sin prestar atención a mis palabras. Y tú tan contento que te veías. Ninguna edad es mala después que se cruza la frontera de los veinticinco, interpelé. Los años demostraron que me equivocaba, porque cruzar los sesenta es duro: la muerte empieza a fisgonear debajo de las cobijas, se embosca en los andenes o en la llovizna. Cada paso que das es un paso que te acerca a los límites de la eternidad. ¿Qué te tiene tan incómoda?, Indagué mientras jugaba con un montoncito de azúcar. Nada me sale bien: tengo problemas con mi esposo, con el trabajo, mis hijos son una bendición de Dios, pero hay días que me colman la paciencia con sus problemas y sus exigencias. La vida a esta edad es una cárcel. Pero no hablemos más de eso, que nada gano con quejarme. Mejor cuéntame qué ha sido de tu vida ¿Me has pensando en estos diez años? Bastante, dije al final de un silencio denso. ¿Qué tanto? Algunas veces cruzas por mi mente como un presagio y otras como un enjambre de centellas. Lanzaste una carcajada enorme, redonda como tus ojos que empezaban a brillar. No pierdes la costumbre de salir con esas respuestas. Confieso que antes me asustaban; pero ahora veo que tus palabras sólo son las fanfarronadas de un niño presumido. En efecto eran, y siguen siendo, las bravatas de un niño que quiere ganar a fuerza de una elocuencia trasnochada. Me quedé callado, no sabía qué decir. Volviste a reír. Ya no soy la niña de veinte que se dejaba acorralar; ahora soy una mujer que sabe lo que quiere; con decirte que hoy quiero salir de mi presidio, escapar de la mano de un loco que no sabe a dónde va ni de dónde viene, de un hombre que sólo quiere dejarse llevar por el golpe del tiempo. Un tropel de felicidad bajó por la boca del estómago. Deberíamos irnos a un lugar donde podemos hablar tranquilamente, afirmaste con la sensualidad de la mujer que conoce el alcance de su belleza…
No te parece curioso que después de tantos años, de tantas ciudades y vidas, terminemos a pocas cuadras de donde nos conocimos, indagas con la voz empantanada de cincuenta años de existencia. No señora, no me parece extraño: finalmente la vida es una espiral de sucesos que nos llevan a los mismos lugares en tiempos diferentes para demostrarnos que por más que hayamos recorrido, por más victorias y derrotas que hayamos padecido en ese ir y venir por la vida, no hemos avanzado un milímetro. Todos los asuntos del hombre son detalles insignificantes en este universo que nos da un paseo por la eternidad. Sin ir tan lejos, nuestro amor inconcluso es tan irrisorio para el universo como irrisorio es el destino de una ameba para nosotros, rematé. ¿Inconcluso? Si señora, inconcluso; ¿crees que fue suficientes el pequeño romance que tuvimos quince años atrás? Creí que había quedado claro que no podíamos seguir adelante, respondes malhumorada.
No quiero que me vuelvas a llamar, dijiste secamente. Cristian, mi hijo, nos vio. Colgaste. Llamé diez veces antes que apagaras el teléfono. Días después cambiaste de línea. Sólo quedaba el correo, el tronco al que se aferran todos los náufragos del amor. Te escribía tres veces por día sin que me atreviera a enviar una sola palabra. Tampoco me atrevía a buscarte en el Ministerio ni esperarte en la Plaza de Bolívar. Sólo me resignaba a escuchar a Silvio Rodríguez, enviarte al correo los links de las canciones que parecía que había escrito para ti y luego entregarme a la tarea de hacerte y deshacerte con las veintisiete letras con las que hablo de ecuaciones y triángulos rectángulos. Al final de ese año apareció una mujer de cuarenta y cinco años, dos divorcios a la espalda y ningún hijo. Me arrastró por Suramérica en un proyecto editorial que resultó exitoso: un libro de memorias de un escritor y una fotógrafa. Ni ella era fotógrafa ni yo escritor, pero a nadie le importaba que ella fuera Ingeniera y yo un profesor de matemáticas. Sólo les interesaba escudriñar en ese amor que tuvo mucho de exhibicionista y poco de civilizado. Las ganancias, por efectos de una sentencia judicial, quedaron en manos de ella. Fue otro de los tantos descalabros que se transformó en anécdota que se cuenta entre copas y cigarros.