Al siguiente día Rodrigo y MariaTé fueron a un restaurante.
—¿Qué piensas hacer mañana? —le preguntó Rodrigo a MariaTé.
—Almorzar con Andrea en su casa.
—Y supongo que estará Ángelito —dijo molesto.
Rodrigo sentía un odio instintivo hacia Ángel a pesar que sólo lo había visto una vez. Y había sido a la distancia. Apenas un manchón debajo del marco de una puerta. Pero desde ese momento, por una razón desconocida, sospechó que le hacía propuestas indecorosas a MariaTé.
—Sólo con Andrea; ellos se separaron hace rato.
—¿Por qué lo sabes? ¿Has hablado con él?
—Rodrigo, ¡por favor! Hablé con Andrea. ¿Qué te pasa?
A MariaTé no le molestó tanto la pregunta como el hecho de que Rodrigo tuviera razón en sospechar que se encontraría con Ángel: se había citado con él en el hotel el lunes en la tarde. Había sido una imprudencia causada, quizás, por la esperanza de que Bogotá siguiera siendo la ciudad que conoció años atrás. Pero desde la noche anterior tenía la certeza de que habían terminado los días de locura y desenfreno para la ciudad y para ella. Tomó aire para espantar el malgenio. Se dijo a sí misma que debía enviarle un mensaje a Ángel para cancelar la cita y dio un sorbo con el que intentó ahogar el desengaño. Al rato le dijo a Rodrigo:
—¿Qué hacemos? ¿A dónde vamos?
—…
—¿Vamos a comer helado a algún pueblo?
—No sé.
MariaTé vio una sombra pasando por la cara de Rodrigo.
—¿Qué pasa?
—No tengo plata porque no he tenido trabajo estable desde que te fuiste. Me sostengo con la ayuda deMariana, de mi mamá y con algunas cosas que me salen de vez en cuando. Pero incluso esos trabajos ocasionales empiezan a escasear.
—Por eso no te preocupes.
—No quiero abusar de tu generosidad.
A MariaTé la conmovió el desamparo de Rodrigo. Esperaba encontrar un hombre fortalecido por las circunstancias, pero encontró al mismo niño desorientado del que se enamoró.
—Si quieres te presto y luego me pagas.
Rodrigo aceptó con un movimiento de la cabeza.
—Entonces, ¿a dónde vamos? —preguntó MariaTé animada.
—Sugiero ir a Sopó.
—¡Listo! Muero por un helado.
En Sopó comieron helado y deambularon por caminos de herradura hasta entrada la noche. Después buscaron la autopista para tomar el colectivo que los llevó a Bogotá.
—Quisiera que lo intentáramos de nuevo —dijo Rodrigo rompiendo un silencio de más de una hora.
MariaTé sintió deseos de llorar. No sabía si de tristeza o de alegría. Sólo quería llorar hasta que se desarmara el nudo que tenía en la garganta.
—¿Y tu mamá? No olvides que está enferma. Que necesita de ti, no puedes irte de su lado. No ahora —dijo MariaTé.
—Viviríamos cerca de ella.
De nuevo callaron.
—¿Por qué ahora? Te llamé por años. Te escribí. Nunca respondiste. Creí que me odiabas, que no querías saber de mí. Y lo entendía. Fue terrible lo que te hice. No sabes… —se le quebró la voz y después lloró.
Rodrigo la abrazó y luego dijo:
—Estuve mal: la crisis nerviosa, la falta de trabajo. Regresar a la casa de mi mamá. Tantas cosas.
—¡Fue terrible!
—Olvídalo. Haz de cuenta que nunca pasó.
—No puedo.
Calló.
—Nunca sabrás cuánto te extrañé. Cuánto te extraño aún. Todas las noches espero que seas tú quien abra la puerta de mi apartamento —dijo MariaTé con la voz temblorosa.
Al final de una pausa larga, se besaron con la misma ternura de la tarde en la que MariaTé, acorralada por la indiferencia de Rodrigo, lo invitó a tomarse una cerveza en el Café Pasaje.
***
—¿Por qué no trajo a la señora esa? —le preguntó Mariana a Rodrigo durante el almuerzo.
—MariaTé está almorzando con Andrea, una amiga del trabajo.
—La recuerdo vagamente. Imagino que ella también es una.
—Mariana, por favor, —la interrumpió Rodrigo antes que la llamara perra, como acostumbraba hacerlo.
Silencio.
—¿A dónde fueron?
—A almorzar y después dimos una vuelta por Sopó.
—Si ve mamá lo que usted hizo con él. Debió mimarlo menos, darle más rejo para que se convirtiera en un hombre de verdad y no se hubiera metido con esa vieja que.
—Mariana —nuevamente la interrumpió Rodrigo con un tono de voz que se acercaba más a la súplica que a la orden.
—¿Qué? ¿Cómo se le llama a las mujeres que…?
—Mariana, por favor. Mi mamá está enferma. Respétela aunque sea en el almuerzo.
—Ahora viene a hablar de respeto, cuando fue usted el que la trajo a la casa.
—Vino a visitar a mi mamá y ella no tuvo problema de recibirla.
—Y todavía la defiende. Eso sí es ser muy pendejo en esta vida. ¡Mamá dígale algo!
—Tiene cuarenta años; sabe lo que hace. Y no se habla más del asunto.
Callaron. Sólo se escuchaban los cubiertos golpeando los platos.
—Le propuse a MariaTé que volviera conmigo.
—¿Qué? ¡Está loco! —gritó Mariana. —¿Olvidó la madrugada que llegó a mi casa a punto de desmayarse? Me tocó llevarlo a urgencias. Y después la crisis. La clínica de reposo. Sólo Dios sabe todo lo que tuve que hacer para cuidarlo. Casi pierdo el trabajo por su culpa. Y ahora viene con el cuento que va a volver con ella. ¡Por favor! Tenga pantalones. No se deje ver las huevas de esa perra.
—¡Mariana!, —gritó Rodrigo.
Era la primera vez que la gritaba. Cristina se levantó, dejó el plato a la cocina y subió a su cuarto sin decir una palabra.
—A ver, genio, ¿qué va a pasar con mi mamá? —preguntó Mariana intentando contenerse.
—Vamos a vivir a tres cuadras.
—Suena muy bonito, pero eso no es soplar y hacer botellas.
—La semana pasada formalicé la compra del apartamento.
—¿Cómo va a pagar las cuotas?
—De la misma manera que pagué la cuota inicial.
—¿Robando a mi mamá?
—¡Deje de joder! Está celosa. Eso es lo que pasa. Celosa y ardida porque es una solterona de cuarenta y… —dejó la frase inconclusa. Sabía que había hablado más de la cuenta. Se sentó y continuó comiendo.
—Vea Rodrigo, haga lo que se le dé la gana. Lo único que le digo es que no quiero volverlo a ver. Haga de cuenta que me morí. ¿Bueno?
Se levantó, llevó el plato a la cocina y se fue dando un portazo.