Inicialmente fui a Tunja llevado por la necesidad. A pesar que ella persistía, los siguientes años regresé llevado por esa clase de promesa indeclinable, que a la vez, y sin sombra de ironía, confiesa que nunca, bajo ninguna circunstancia, se cumplirá.
Naturalmente que no soy el primero que viaja a Tunja por ese tipo de oferta: en abril de 1536 Gonzalo Jiménez de Quesada, estimulado por el rumor que El Dorado estaba en manos de Quemuenchatocha, ensilló caballos, armó ejércitos y se fue en busca de la más fértil y elusiva de las promesas.
En mi caso fue un tropel de miradas, frases ambiguas y sonrisas categóricas de una mujer, quien me invitó a hacer maletas y aplazar obligaciones. Sin embargo, de frases, sonrisas y miradas no pasaba porque las mujeres de esas tierras, desde los años de la conquista, prefieren cerrar el pico. Quizás haya sido justamente el proceder de los conquistadores quien les enseñó que más vale el silencio que una verdad dicha en mal momento.
Por esta razón, esta mujer en lugar de advertirme que sus ojos tejían emboscadas, prefería callar. Algunas veces se envalentonada y pedía que saliéramos a caminar por calles inclinadas, a comer en El Atrio a tomar tinto en el Café El Republicano. Y eso en efecto hacíamos: comíamos en El Atrio, tomábamos tinto en el Café El Republicano, caminábamos por calles inclinadas. Bajando y subiendo, comiendo y bebiendo, germinaba la esperanza que en algún momento llegaría el beso que sellaría la promesa.
Pero nunca llegó el beso, de la misma manera que Jiménez de Quesada nunca encontró El Dorado.
A pesar de su fracaso se hizo a tierras que nunca habría conseguido en Granada. Ciertamente, al final de sus días, Don Gonzalo era dueño de un territorio de 400 leguas de longitud y latitud, entre los ríos Pauto y Papamene (670.000 kilómetros cuadrados, cerca de la mitad del área actual de Colombia).
En mi caso, me enamoré de una ciudad que vive en las montañas, como si fuera un centinela temeroso que el enemigo lo tome por sorpresa.
De ella me fascina la alegría que la inclina para que el sol se estrelle contra los campanarios y la melancolía que la obliga a fabricar nubarrones que suelta como si se liberara una bandada de aves en cautiverio. Debo confesar que me pregunto todos los días, qué vio Tunja en mí para que le brille cielo cuando camino por sus calles…