Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Cajón de sombras

Me desperté cuando la luz se filtró por las cortinas. Las tejas de zinc parecían palpitar bajo el sol de las tres de la tarde. Tenía sed. Pasé la lengua por los labios que parecían una lija. Las tejas palpitaban como un corazón moribundo. El latido lo sobrepasaba el agua del lavadero que estaba frente a mi cuarto. El murmullo trajo el recuerdo de mi novia gritándome a las tres de la mañana en la Plaza Ché. Quise recordar más, pero mi cerebro se apagó. Tomé aire y me levanté sin ánimo. Al otro lado de la puerta mi mamá lavaba la ropa.

—¡Linda su vida! No sólo se da el lujo de no trabajar, sino de emborracharse hasta el amanecer —Retorció un pantalón y lo azotó contra el lavadero—. ¡Claro!, como el señor tiene la esclava que le limpia la mugre, que le hace de tragar, que le da plata…

Continuó alegando mientras yo bajaba las escaleras. Sus palabras se estrellaron contra el ladrillo desnudo, transformándose en algarabía de loros. Entré a la cocina de la que salí con la olleta de chocolate en la mano derecha. Fui a la sala en la que mi abuela estaba sentada en el sofá con los ojos apuntan al vacío y las manos apretando un pañolón negro. Eso era todo lo que hacía desde la noche que mi mamá le gritó a mi papá que era un marica por permitir que “metieran esa anciana de mierda a mi casa”. No solo lo grito frente a mi abuela, sino que la señaló cuando dijo “anciana de mierda”.

—Abue, ¿enciendo el televisor?

No dijo nada. Ni siquiera parpadeó.

—Abue, ¿está bien? —pregunté por llenar el silencio: era la primera vez que mi abuela estaba tranquila. Ni siquiera le silbaban los pulmones como si tuviera un grillo en el pecho. Contemplé el bozo que le oscurecía el labio. Levanté los hombros. Alcé la olleta y di un sorbo mientras escuchaba la algarabía de loros que continuaba hostigando desde el lavadero.

—¿Sabía que existe la mamá de todas las bolsas? —preguntó mi abuela.

—¿Señora?

—Es así de grande. —Puso la palma de la mano a sesenta centímetros del piso—. Es de dos tonos de azul: uno claro y otro oscuro. El oscuro ocupa la mayor parte de la bolsa y el claro es un cuadrado chiquito que tiene dos flechas blancas: una que se curva hacia la derecha y hacia abajo, llegando justico donde nace la otra que se curva hacia la izquierda y hacia arriba —concluyó con una sonrisa vacía.

Acerqué mi cara como si quisiera escrudiñar su mente. En el acercamiento vi migajas aferradas a sus encías marchitas. Esa imagen me llevó la noche anterior: la colecta con el parche de Económicas, el porro con los de Humanas y el brownie de marihuana que me regaló una nena que se llamaba Salomé y que resultó ser amiguísima de mi novia.

—Abue, ¿se comió el brownie que dejé sobre la mesa?

—¿Quiere? —preguntó al tiempo que sacaba un terrón debajo del pañolón. Sonrió.

Tomé el pedazo de brownie, lo metí a la boca y lo pasé con el último sorbo de chocolate.

—Estamos encerrados en un cajón de sombras —señaló el televisor apagado.

Contemplé nuestras siluetas deformándose en la barriga de la pantalla del televisor.

—¿Será que podremos salir con vida? —continuó.

La algarabía de loros fue subiendo en intensidad hasta que se hizo nítida cuando mi mamá se paró en la puerta de la sala con las manos en la cintura:

—¡Lindo el par de zánganos!

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