En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Regalos

En víspera de navidad, cometí el error anual de perderme en el centro en busca de un regalo para el ser querido. Ya había olvidado lo mismo que tengo que volverme a recordar cada año tras ofrecer el regalo equivocado. Lo pongo aquí como un consejo no pedido. Lo que siempre olvido es que uno se parece a lo que da y esa ley obliga a ofrecer al otro lo que más quisiéramos para nosotros mismos. Lo que siempre olvido es que el mejor regalo es un libro. Lo que siempre olvido es que si no sabes qué regalar, entonces regala comida rica que es lo único irresistible.

Busqué en mi bolsillo una lista que había hecho, pero comprendí que era equivocado pedirle al ser querido que enumere qué es lo que más quiere donde la pregunta debió ser “qué es lo que más necesitas”. Si pudiéramos dar algo que fuera útil, algo que el otro pudiera usar en su vida cotidiana, entonces el regalo surtiría el efecto último que buscamos: que el otro nos recuerde a través de lo que damos. Pero lo que deseamos se riñe tantas veces con lo que en realidad necesitamos que llegamos a confundir el agradecimiento con la codicia, si lo que nos dan es inferior a lo que dimos, o a lo que le dieron a los demás al compararlo. En esa lista que yo había solicitado previamente a riesgo de convertir al ser querido en materialista, la mayoría de regalos eran objetos. Unos suntuosos aunque verdaderamente indispensables como objetos electrónicos. Otros onerosos y francamente inútiles como accesorios y otros que podrían pasar como frívolos a pesar de ser útiles al darlos en una fecha en que mucho se come: instrumentos deportivos (instrumentos para adelgazar). Había uno maravilloso que consistía en regalar un recuerdo: un tiquete aéreo, pero que puede ser dado en un momento de temporadas bajas. Otro que era un sustituto de la pereza porque solo puede darse en conocimiento de causa: ropa. El problema de regalar ropa es atinar en las tallas, las hormas, los colores favoritos, el estilo del otro. Es un regalo a cual más arriesgado y solo se debe hacer enterando al obsequiado (lo que omite la sorpresa, tan indispensable para que un regalo sea regalo de verdad). Cuando acabé de marcar la lista con una flecha en las mejores opciones y una equis en las opciones descartadas por frívolas o excesivas (con cosas sencillas también se puede honrar el sentimiento), desistí de regalar algo premeditado y perderme entre los pisotones y los pregones de las calles atestadas.

Mientras paseaba por almacenes de manufacturas chinas o hindúes donde siempre que salía sin comprar nada sentía la mirada incriminante de los celadores que me hacían sentir como una especie de ladrón sin botín, intenté recordar el encanto de los mejores regalos que me han dado en la vida. Un carro de juguete que me dio mi madre en mi sexta navidad y que brilla precisamente por la ausencia de otros regalos en los años que vinieron: fue el último, y más aún, el único. Otro fue un Ipad que me ha acompañado los últimos siete años y donde almaceno “5000 libros no leídos”. El tercero fue una ancheta cargada de especias, enlatados, encurtidos, aceites, té, por la época en que acababa de terminar mi segunda novela y no tenía dinero ni para comer en navidad. Todos esos regalos marcaron de algún modo el cierre o el comienzo de una época para mi y por eso los atesoro en mi pensamiento. Por lo demás, los mejores regalos que he recibido han sido libros. Libros que yo quería y por los que me preguntaron antes de comprarlos, por supuesto.

Me perdí por horas entre el barullo de vendedores de ropa que me llamaban de formas alentadoras para la depresión del consumo: “qué quiere, papi”; “guapo”, “mi amor”; “qué busca, caballero”; “¿algo especial, churro?”, con lo que mi ego empezó a crecer de manera alarmante y también mis ganas de encontrar en qué gastarme el dinero que llevaba. Mientras paseaba, me intrigó la definición de navidad. Más allá de ser una fiesta religiosa asaltada por los mercaderes del mundo, vi escenas que me parecían llenas de contradicciones: un hombre ebrio pedía permiso para caminar, pero ya no caminaba. Vi un video horrible en una pantalla donde un niño reclamaba a la madre dónde estaban los juguetes y vi una abuela que se burlaba de los nietos a los que llevaba de visita a donde el padre divorciado de la madre, amenazándolos de que allí la pasarían mal y debieron quedarse con la madre lo que me pareció de lesa infancia. Vi miles de toneladas de papel para envolver regalos extendidos y limpios en el andén e imaginé los basureros llenos de papel roto al día siguiente y muchos regalos de otros años convertidos en cementerios de basura. Vi una pareja semiborracha gritándose sandeces navideñas. Vi a gente que comía y llevaba la natilla y los buñuelos para pasar la fiesta que otros habían pasado cocinando y vendiendo el mes de la festividad. Oí canciones que alguna gente coreaba donde se ensalzaba el adulterio como causa de las peores decepciones y los mejores pretextos para beber en nobles fechas.

Tal vez las fechas más felices en que todos parecen festejar es cuando más pueden afianzarse los dramas más privados. La navidad podría definirse como un momento del tiempo, no del que se mide con relojes y almanaques sino del que se pasa en compañía. La dualidad se juega corazones y decide el estado de la festividad para quien la vive sin ignorarla: es festejo o no festejo, regalos o ausencia de regalos, reunión o desunión. El hecho de que la gente asuma y el capitalismo instaure esta época del año como un momento para estar en reunión o acompañado hace que quien no reúna esas condiciones se enfrente a un doble desconsuelo: el de tener que ser feliz y no serlo, y la tensión de constatar que su vida va a la contracorriente general y que la felicidad no puede decretarse por el capitalismo y las religiones. Los regalos o la ausencia de regalos, la alegría o ausencia de alegría, la unión o desunión deciden si es relativa la experiencia de la navidad. La tristeza puede ser aumentada por la condición incumplida de ser la época donde todos deberían aproximarse. Sin embargo, una época también puede ser ignorada por cualquier individualidad: refugiándose en los paraísos para solitarios.

Más tarde, cuando ya había decidido un regalo de entre diez descartados, vi a un niño fascinado por la magia de un pesebre en movimiento. Pensé que era la misma fascinación que tuve en mi infancia por la pólvora cuando aún no estaba prohibida. Entonces intuí que la navidad es una forma de recuperar por un instante eso: la infancia, sus engaños: la paz, el amor, la familia, el perdón, las ideas de Dios.

Decidí regalar algo que fuera útil y susceptible de uso cotidiano. Luego le añadí un libro al paquete. Varios libros para regalar a varios seres queridos. Corría el riesgo de parecer el mismo de siempre, pero algo de ellos y de mí había escondido en las lecturas elegidas.

Para dar un regalo y no arrepentirse, simplemente hay que permanecer siempre atento a las señales de lo que puede cautivar al otro. Permanecer receptivo y conseguir el regalo cuando aparezca. Todos los días nos tropezamos con cosas que buscan a sus dueños y casi nunca reparamos en los magníficos regalos que podrían ser si los ponemos en contacto con la persona indicada. Papá Noel es el que encuentra para otro lo que este había estado buscando para sí mismo sin saberlo.

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