Reflexiones

Publicado el RicardoGarcia

El origen de las cosas y la Natividad

Adoración de los pastores de Bartolomé Esteban Murillo*

Por estas calendas de la Nochebuena, en que resuenan los cánticos de paz y las evocaciones bucólicas de la gruta, el pesebre y los rebaños, las gentes corean sus estribillos de recordación y exultan de alegría para glorificar la llegada del Dios anunciado; con lo cual sin saberlo subliman su propia entrada a este mundo de esperanzas inciertas.

En el nacimiento radica el origen, el principio de todo, aunque sea un evento, casi anodino, que se multiplica sin término en la muchedumbre infinita.

Antes flotaba y se extendía el planeta y con él los mares y la tierra, el viento y los cielos. Incluso, más atrás se mezclaban el caos y la centrifugación de las explosiones siderales, en busca de una molécula de oxígeno, la ruta del agua prodigiosa. Pero no existía el hombre. Nada de aquello, por maravilloso que resultara, era capturado por la conciencia de alguien; carecía de total existencia, quedaba prisionero de una aridez ontológica.

De ahí que el nacimiento de un ser humano represente el comienzo de la totalidad. Constituye, como la muerte, un hecho decisivo; se convierte en el motor para el forjamiento de representaciones culturales dentro de la tribu, cualquiera sea la dimensión de ésta, grande o pequeña, antigua o nueva, compleja o simple.

Por cierto, se trata de un hecho celebratorio, motivo para la fiesta, para el jolgorio y la confirmación de los lazos del parentesco; también para exaltar el espíritu de comunidad, un ánimo que encuentra en ese acontecimiento natural, la ocasión para ratificar algo primordial, íntimo y profundo: la perpetuación de la especie. Así, con cada alumbramiento ocurre como sí se conjugarán los movimientos cósmicos, como si se tensionaran las corrientes telúricas, confabuladas para asegurar la prolongación del universo humano.

En el subconsciente de cada quien reside oculto el temor a la muerte, que es un golpe invencible, en el que está encerrado el riesgo de la desaparición sin reversa. Entonces, cada nacimiento trae el conjuro para sortear esa potencial extinción desoladora, la que daría paso al temido reino de Tánatos, la pagana divinidad defensora de la muerte.

El alumbramiento de cada criatura es, por el contrario, la fuga frente a la aparición fantasmal de ese ámbito oscuro y sin fin. Por eso cuando del acontecimiento se habla, se le denomina dar a luz; por lo demás él despierta el interés de las estrellas en los confines del firmamento, se transfigura en ángel y es el eco de sones de repetición ritual con los que se arrulla la vida, del mismo modo como se custodiaba el fuego en las cavernas, puesto al amparo de las ventiscas.

Fabricados con los materiales del pensamiento y del instinto, los imaginarios de identidad son tejidos alrededor del nacimiento de un individuo, parte del ciclo de la vida y motivo de efemérides.

Igual pasa con las religiones, poderosas construcciones culturales, ideológicas y morales, tanto más poderosas cuanto incorporan la fe como su aliento principal de adhesión. Ellas asimilan el fenómeno material del nacimiento y fundacionalmente lo deifican, para ponerlo en un plano superior de trascendencia. Lo ha reelaborado la tradición cristiana, uno de cuyos referentes de conmemoración es la navidad, apoteosis de un evento humano que, sin embargo, es elevado en términos evangélicos y teológicos a la categoría de adviento divino. El que llega, Jesús en este caso, el anunciado por los profetas, no deja de ser hombre por supuesto. Además viene consagrado como el Mesías, el que va a conducir al pueblo, el que lo va a salvar. Es un ser humano divinizado y al mismo tiempo un Dios humanizado.

De esa manera, queda repotenciada la esperanza de la humanidad en la salvación; también la ilusión de que es posible escapar a los horrores abisales del inframundo tanático. Claro: solo evitable, gracias al empuje de Eros, la entidad sobrenatural que acumula las energías de la vida y de la creación, aunque también las del acoplamiento libinidoso, como lo destacara Freud. Ahora bien, en la creencia religiosa, en el canon sagrado, Eros es despojado de su carga erótica, mediante la idea de la inmaculada concepción de María; le es arrebatada la energía terrígena, el flujo de los cuerpos, el contacto con la piel, en una suerte de culto a la abstinencia sacrificial, a la cual eran dados los esenios, la seminal comunidad, a la vez judía y cristiana.

Un ejercicio de abstinencia que mitificado iría a acentuar la calidad divina del recién nacido, señalado proféticamente, para marcar el camino que traza el destino de la condición humana, el escatológico horizonte de la felicidad ultima, después del sufrimiento.

En esa posibilidad de eludir los abismos insondables de la muerte, puede fundarse la fuerza cósmica, celebratoria e imaginaria, que atrapa sin remedio, pero con regocijo, en la fiesta de la Navidad, apogeo por lo demás del intercambio de obsequios, base ancestral de las relaciones entre las comunidades primitivas.

Rector, Universidad Distrital 

 

*Adoración de los pastores de Bartolomé Esteban Murillo. Fotografía tomada de  https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Adoraci%C3%B3n_de_los_pastores_(Murillo).jpg  únicamente con fines académicos.

Comentarios