Por: Ricardo García Duarte*
Tuvieron que pasar 10 años después de aquel inquietante beso entre Breznev y Honecker, beso de la fraternidad pero también de la hegemonía; para que todo se viniera abajo a golpes de piqueta. Para que el Muro de Berlín, la sombra prolongada y oscura de ese ósculo jactancioso, saltara en mil pedazos hace 30 años. Fue la acción colectiva previa al encuentro incontenible entre las dos ciudades, la del Este comunista y la del Oeste capitalista y liberal. Dos ciudades que en el mundo de los afectos siguieron siendo una sola, destazadas, eso sí, con una herida profunda, 28 años antes en agosto de 1961; de un modo abrupto y violento, en una decisión tomada por Kruschev, el jefe soviético y muy probablemente por Ulbricht, su aliado, el gobernante de Alemania Oriental, aunque este dijera –manes del secretismo con el que se rodeó la determinación– que no sabía nada del asunto. Quisieron con frialdad deshumanizada cerrar de un tajo el contacto con los occidentales, los que comenzaban a experimentar el florecimiento de la industria y el comercio en medio de los aceleres del “milagro” en la postguerra.
En los años de aquel beso cósmico-comunista, la alianza entre la Unión Soviética y Europa del Este, a la sombra del Pacto de Varsovia, desplegaba sus velas, bajo una disciplina y una fidelidad que no ofrecían dudas. Y si algunas grietas, en la granítica unidad, podían surgir, no tendrían origen con seguridad en el lado alemán, tal vez el más firme y conservador de los aliados de Moscú.
Por otra parte, campeaba la doctrina Breznev, la que además de postular y exigir una lealtad sin condiciones, dejaba las puertas abiertas para la intervención militar, allí donde estuviese en riesgo la estabilidad de cualquiera de los gobiernos “amigos”.
Por cierto, Alemania era la frontera por donde pasaba la línea divisoria, la de la Guerra Fría, entre los dos grandes bloques que se disputaban el dominio real sobre el mundo, el de la Unión Soviética y el del sistema capitalista, liderado por los Estados Unidos.
Así que la RDA, la Alemania comunista, recibía un cuidado especial de parte de Moscú. Solo que su fortaleza interna dependía fundamentalmente de la ayuda militar y de la cohesión ideológica; no tanto de su desarrollo económico o de la organización de la sociedad civil, ambas órbitas con retrasos y fragilidades notables.
Con el fin del reinado de Breznev en la Unión Soviética, las fallas económicas del sistema se evidenciaron e hizo aguas su régimen político, altamente burocratizado, autoritario y esclerosado. A la muerte prematura de uno de sus sucesores, Andrópov, llegó el gobierno de Gorbachev, para quien era necesario reformar un tanto la economía, flexibilizar el ejercicio del poder, y hacerlo más transparente, todo ello a través del Glásnost y la Perestroika, ventanas estas que al abrirse provocaron, paradójicamente, una crisis mayor del régimen. Lo cual, como una onda, se expandió a todos los aliados en Europa Central y del Este, sin que la Alemania de Erick Honecker, fuera la excepción.
Un vigoroso movimiento de la sociedad civil tomó forma rápidamente, al cual se sumaron los intelectuales disidentes y algunos reformistas del Partido. La presión y los ánimos que subían de nivel consiguieron que la frontera de Hungría con Austria fuera abierta para que cientos de alemanes orientales dieran el salto hacia Alemania occidental. En octubre una manifestación popular contra el gobierno comunista, en Leipzig, sorprendentemente no fue reprimida. El sentimiento de libertad se apoderó de los ciudadanos de Berlín Oriental y el 9 de noviembre de 1989 las autoridades tuvieron que dar vía libre hacia la parte occidental de la ciudad. El Muro de Berlín, uno de los símbolos más sombríos de la división ideológica en el mundo, fue destruido en medio de una explosión popular, la misma fiesta que entonces pareció anunciar el futuro.
*Rector, Universidad Distrital. @rgarciaduarte