Una pesadilla de angustias sin medida vive la Oceanía, ese vasto conjunto de islas, que es a la vez un continente. Está acosado por una verdadera conflagración apocalíptica. No ha sido un solo incendio el que se ha alzado con furia. Son docenas, mucho más de 100, los que desde septiembre devastan, con sus abrasadoras bocanadas, una inmensa porción de los bosques.
Este fuego múltiple, como un infierno ubicuo, que aparece aquí y reaparece allá, sin que pueda ser sofocado, se ha ensañado con el cinturón verde que rodea a Australia, sobre todo en la región de Nueva Gales. Destruye a su paso los árboles y plantas e incluso la capa vegetal, difícilmente recuperable en décadas.
Hasta ahora han quedado asoladas diez millones de hectáreas; oigámoslo bien: diez millones; algo así como si la décima parte del territorio colombiano hubiera quedado reducida a cenizas. Un área mayor a la de uno de los grandes departamentos del país; una eventual tragedia de magnitud para el universo de la flora y toda la cadena biológica en que ella se inscribe.
Casi 1000 millones de animales fueron aniquilados por las llamas, sin contar los insectos e invertebrados, un nivel elevadísimo de tragedia contra la vida, contra el hábitat y los ecosistemas que sirven en la reproducción permanente de aquella; es decir, que eran útiles al orden del bios total; y, por tanto, a la propia existencia humana, razón decisiva ésta última para las posibilidades del planeta-tierra.
Los incendios se han propagado con facilidad gracias al calor y a la sequedad del follaje y la madera de los arbustos. Una temperatura de 42 grados centígrados propicia las condiciones para la extensión de las llamas; sobre todo, si a ella se agregan los vientos que soplan a ráfagas. Estas son condiciones particulares que hacen de la Oceanía una de las zonas más vulnerables del planeta; y, por consiguiente, más sensibles a los efectos terribles del cambio climático; por cierto, en un periodo en el que aumentan de manera masiva las cantidades de CO2, instaladas en una atmósfera ya saturada.
Nos queda claro que una elevación de las temperaturas, acompañada por la sequedad, intensificable ésta con el efecto invernadero en todo el mundo, agravaría las condiciones del medio ambiente para que se presentasen por doquier los incendios forestales; algo que ya ocurrió hace algunos meses en el Amazonas brasilero. Con lo cual, se provocarían más a menudo focos inflamables que, como en el caso inquietante de Australia, den lugar a la fusión de algunos de ellos, auténtico océano de fuego; tal como acaba de ocurrir en el encuentro de dos de ellos, ya muy grande cada uno, a causa de los vientos, un fenómeno arrasador, que hace que el insuceso resulte más incontrolable aún, evidencia desoladora de la impotencia humana.
A lo anterior se agrega, para infortunio de la gente, la displicencia de algunas autoridades políticas, escépticas a propósito de los daños del cambio climático, como ha sido la conducta exhibida por el gobierno en funciones en Sídney, especialmente indolente al comienzo del drama.
El compromiso contra el cambio climático y la lucha para detener el efecto invernadero, han de ser actitudes serias. Esa aterradora integración de dos enormes incendios puede ser la anticipación, a escala bíblica, de la próxima tragedia global y de lo que nos puede tener reservado este Antropoceno, la era actual de la que somos protagonistas; y en la que la mano del hombre establece sus dictados a la naturaleza, una intervención frente al mundo y al medio ambiente, realizada sin el debido espíritu de advertencia y sin cuidarse a sí mismo; sin proteger lo que reverbera y florece alrededor.
Rector, Universidad Distrital