Reflexiones

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El debate y el bochinche

Por: Ricardo García Duarte*

En una canción con sabor caribeño, el personaje proclama con alegría ritmada: “¡la pelea y el bochinche no me hacen falta…!”. Todo lo contrario de lo que sucede con los rufianes de barrio, que convierten la esquina de su casa o cualquier cuadra, en el centro de una riña callejera para imponer el orden de su poder fracturado, en el desorden agonístico de sus disputas por el territorio. Es como si la música fuera enturbiada por el ruido; como si el alegato fuera reemplazado por la gresca. Algunos políticos también prefieren la pelea como la forma de construir su liderazgo y conquistar las adhesiones de sus futuros militantes, empujando a sus adversarios hasta los confines en que los reconfiguran como un enemigo. Incluso, no faltan los líderes que, a la pugnacidad, le suman el bochinche, ese encuentro caótico en el que se entreveran los insultos y las mentiras, los gritos y el alboroto. Una desconexión total entre los unos y los otros. Ninguna correspondencia en los mensajes cruzados.

En la arena electoral, el debate entre los candidatos tiene como fin la eliminación de ese jaleo, es decir, la gritería; y además la domesticación de la pelea, para que la confrontación no quede secuestrada por los ataques recíprocos y abra el margen para oír los pensamientos y las posiciones sobre cada uno de los grandes temas de la agenda.

Ahora bien, el primer debate televisivo entre Donald Trump y Joe Biden, en las elecciones de Estados Unidos, dio lugar el martes 29 de septiembre a un escenario en el que la cita a la que acudían los adversarios, en vez de conjurar la trifulca, que nace de una polarización sin control, resultó prisionera de esta última.

La exposición de los programas de gobierno fue sustituida por el cruce de ataques personales, un método envenenado que degrada la democracia deliberativa, dimensión esta última en la que han de prevalecer las razones y no las pasiones, particularmente si estas no son más que la patente de corso para la descalificación sin fundamento de los demás.

Ambos contendientes se desconceptuaron, de entrada, como incompetentes. El presidente Trump escogió la estrategia atropellada de interrumpir de manera reiterada las intervenciones del ex vicepresidente; quien a su turno ripostó espetándole la recomendación de que mejor se callara, además de señalarlo como un “payaso”, flor nada delicada.

Fue un enfrentamiento de argumentos decaídos, si es que los hubo. Nunca los contrincantes llegaron a construir un espacio, así fuera frágil, favorable a la argumentación. Al contrario, el interés estuvo orientado sobre todo en el sentido de evidenciar actitudes, de representar gestos, en vez de esgrimir argumentos. Se ponía de presente la táctica de ahogar cualquier superficie en la palabra, que permitiese los razonamientos.

El presidente Donald Trump quiso, con sus interrupciones y descalificaciones, invadir el espacio discursivo, sin que emergieran ocasiones para la discusión razonada; todo ello para renacer como el sujeto dominante dentro de una situación en la que, por otra parte, no habrían de surgir muchas ideas. Enfrente, Joe Biden terminó por situarse en el mismo plano de ataque, mientras descalificaba a su oponente sin recato alguno, aunque ciertamente atenuó esta actitud con sonrisas relajadas que disminuían la crispación.

En el conjunto de los roles representados por cada uno, fue la agresividad, supuestamente atributo del líder, el “valor” que quería ser mostrado, de modo que se opacara la exposición de ideas.

En ese sentido, el presidente puso las reglas del juego, o así lo pretendió, para exhibir su voluntad de mando en una situación dada. Solo que de esa manera tuvo dos efectos contrarios; a saber: al exagerar su actitud apareció como impertinente; y, al mismo tiempo, sin querer, propició un acontecimiento de encontronazos en el que su opositor representó el papel de hombre con carácter afirmativo, hasta belicoso; cuando antes era estigmatizado como un individuo envejecido y débil.

Esta actitud de agresividad en el “debate” puede depararle ganancias a ambos, pero solo entre sus bases radicales, las de los electores más convencidos. Simultáneamente, deja desconcertados a los votantes menos firmes y a los indecisos. Por otra parte, la democracia, la del debate razonado, la de la deliberación intensa pero argumentada, desciende un escalón en su calidad.

*Rector Universidad Distrital

@rgarciaduarte

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