En este caso, de comprobarse las peores sospechas, el reino de la muerte consume el mundo de las desapariciones forzadas, lo succiona y lo arrastra consigo al socavón del crimen horroroso, en el que el desaparecido es un asesinado más, solo que cruelmente invisibilizado como el que ya no está vivo pero tampoco en apariencia muerto, pues es arrojado a un fosa común, como la de Las Mercedes en Dabeiba. Cuyas fauces son abiertas para pasarlo a las oscuridades del anonimato; para esfumar a todos aquellos que han sido víctimas de las ejecuciones extrajudiciales que, sin embargo, han sido presentadas como positivos de unos combates inexistentes.
El cementerio de Dabeiba viene a ser la herida subterránea del crimen, convertido en el ejercicio banal de la muerte, trivialidad de nauseas en el juego de asesinatos sin sentimientos y tal vez ni siquiera con odios; como trueque de favores y de honores en beneficio de los ejecutores de cada homicidio a sangre fría; un intercambio ominoso que se traducía en pequeñas gabelas, otorgadas por los jerarcas; mientras estos reclamaban los reconocimientos en razón de ataques ilusorios; cuando en realidad era a inocentes a los que mataban, después de secuestrarlos. El procedimiento era salvaje en su resultado pero meticuloso en los cálculos de ocultamiento y simulación.
Es lo que ha emergido del hallazgo hecho por la JEP, a raíz de las revelaciones proporcionadas por algunos militares que ingresaron al sistema de confesiones y verdad, antes de que sean juzgados.
El relato es escalofriante y los actos descritos, espantosos y repudiables, por decir lo menos. Individuos, sobre todo jóvenes de escasos recursos, eran reclutados y trasladados a un determinado batallón, bajo promesas falsas con las que los enganchadores explotaban las urgencias nacidas del desempleo y la pobreza.
Entonces, eran llevados a terrenos aislados para ser asesinados, luego de lo cual, los perpetradores procedían a la cínica recomposición de los cuerpos y el lugar, a fin de disfrazar los efectos de un combate. Engaño, crimen y puesta en escena, conformaban una cadena en la que se sucedían la muerte violenta y la manipulación, para la presentación de las bajas o “positivos” en combates de ficción aberrante. La operación macabra era rematada con el entierro de los cadáveres, como si fuesen guerrilleros no reclamados por familiar alguno.
Los inocentes asesinados en medio del engaño y arrojados a una fosa para que engrosaran las listas anónimas de desaparecidos eran el botín, a cambio del cual, los victimarios reclamaban los premios deleznables, los diplomas y medallas o esos días de asueto ganados de manera despreciable, en los que disimulaban mal los hilos de sangre ajena, deslizándose desde la risa de satisfacción hasta los pies del andar relajado en el curso del descanso.
El asesinato de civiles ajenos al conflicto armado, su secuestro por las vías del timo, la sindicación de su condición de combatientes, un baldón con el que los re-victimizaban, y la práctica funesta de su desaparición, son todas ellas acciones que forman un nudo de violaciones a los Derechos Humanos, cuya realidad deja sin aliento al observador, sin base ética a cualquier aparato militar de seguridad que incurra en una deriva de esta naturaleza; y sin una moralidad de coexistencia a la sociedad.
Si la guerra normalmente trae la vehemencia en los golpes mutuos, el encarnizamiento en los combates, porque cada bando quiere llevar las cosas hacia los extremos del enfrentamiento; por el contrario, en el conflicto armado de baja intensidad, a la colombiana, pareciera que al odio se hubiera superpuesto más fuerte el cálculo; que en vez de pasión hubiera hecho presencia el refinamiento premeditado; que en lugar de una situación llena de crudezas, se hubiera entronizado una ficción depravada, para el montaje teatral, con el que se reemplazara muchas veces la acción humana del riesgo mutuo; casi a la manera de las escenificaciones de tragedia y de música grandiosa, a las que muy probablemente se entregaba el mismísimo Hitler, mientras sublimaba sus batallas de gloria y de dominación.
Solo que en nuestro singular conflicto armado, la escenificación y la ficción no pasaban de ser una forma reducida y subalterna de anodina crueldad para proferir mentiras compulsivas y para hacerse acreedor a recompensas de pacotilla. Claro, también con el fin de reproducir el objetivo de siempre: hacer de la muerte, el recurso del poder; de un poder insignificante pero destructor, que se basa en la abolición simbólica del sujeto en general, mediante la supresión de la persona en particular.