Planteado el problema, ofrecida la solución y fijadas las metas, lo que resta es la firmeza en los compromisos, a propósito de la lucha contra el cambio climático.
Es el trabajo de orfebrería que muchos países adelantan en Madrid, ese laboratorio político, integrado por múltiples operarios, con intereses distintos pero inquietudes comunes, e instalado para materializar la conciencia colectiva en el anudamiento de lazos que arrastren la acción de cada Estado, para que sea vinculante de verdad, para que se convierta en una obligación sin falla ni dobleces.
El problema está cantado. Es la acumulación de gases con efecto invernadero, un hecho comprobado del que resulta el calentamiento global, como producto de la mano del hombre, con muy probables efectos apocalípticos en un mundo hermoso pero frágil. Un mundo de horizontes azules y atrayentes que sin embargo enfrenta el riesgo de trastornarse en el tráfago de sus equilibrios inestables y en el de sus vulnerabilidades interdependientes.
Por su parte, la solución reside en el control sobre la producción del CO2 o dióxido de carbono, emanado sobre todo del consumo de los combustibles fósiles, fuentes de una energía que alimentó a la civilización industrial pero que también saturó la atmósfera con una acumulación insólita de partículas de carbono, cuantificadas ellas en relación con porciones determinadas de aire. Con lo cual se obturan los poros de la naturaleza y los espacios por donde podrían escapar al infinito los gases que, de otro modo, llegan a ser los factores de un calentamiento en ascenso.
A su turno las metas, ya señaladas por cierto en el Acuerdo de París en 2015, son las de conseguir la desaceleración en el aumento de la temperatura, de forma que al final del presente siglo, no se eleve más allá de 2°C por encima de los niveles actuales. Los cuales se han movido siempre al alza, tanto que a los ritmos actuales podría llegar a los 3°, el comienzo de la catástrofe.
En 2015, la Conferencia de las Naciones Unidas fijó esas metas y una autorregulación por parte de cada nación para el control en la producción de los gases de efecto invernadero, pero dejó las cosas a la suerte de las decisiones autónomas, sin unos vínculos demasiado comprometedores con el conjunto de países.
Ahora en Madrid, la esperanza está cifrada en entrever horizontes más próximos para que la voluntad de cada Estado, de cada actor internacional, no se reduzca a la intención de rebajar su producción de gases. Al contrario, para que mute en ejercicio obligatorio, so pena de sanciones y para que en ese escenario de deberes ineludibles, se intensifiquen operaciones como el mercado de carbono (Artículo 6 de dicha Conferencia, hasta ahora inaplicado), la siembra extensiva de árboles y la disminución en el uso de los combustibles fósiles, una auto-imposición compartida de salvación urgente. Además, el uso y búsqueda de energías limpias, sin olvidar la ejecución de políticas ambientales, animadas por el propósito de que haya cero emisiones de dióxido de carbono en 2050, objetivo en el que se han empeñado desde ahora algunas naciones. Tal vez sea eso lo que algunos llaman la ambición climática.