“¿Cómo estás?” La pregunta protocolaria que sigue a un saludo. ¿Cuántas veces al día, a la semana o al mes la formulamos? Creo que la hacemos de manera mecánica, sin pensar y sin esperar una respuesta real.

Ahí radica el problema. En realidad, no nos interesa saber cómo está esa persona a la que saludamos y lanzamos la pregunta protocolaria. No nos importa lo que le sucede en su vida, pero todos hacemos la pregunta por convención social, para parecer amables, corteses y empáticos.

Cuando somos nosotros quienes recibimos el “¿Cómo estás?”, respondemos con el clásico “bien” y a hasta con un “gracias”. ¿Qué diablos agradecemos? ¿Una pregunta vacía? “Bien, gracias” es una respuesta automática. Ya tenemos interiorizado que la respuesta es “bien”, porque sabemos que el otro no espera la verdadera respuesta, a menos que realmente le importemos y esa pregunta sea auténtica.

Personalmente, respondo con el clásico “bien”, aunque no esté bien, y lo hago a consciencia, no como una respuesta cliché y mecánica. Pienso que la verdadera respuesta al “¿Cómo estás?” se le da a quien sabes que realmente le interesa y le importa.

Andar por el mundo soltándole a todos tus problemas cotidianos y tus dificultades cada vez que te pregunten cómo estás no es saludable emocionalmente para ninguna de las partes. Responder verdaderamente a esa pregunta es compartir con otro una parte de tu realidad, que puede ser una alegría o el paquete pesado de tus problemas.

Una característica que gobierna este mundo es la indiferencia y el individualismo. Schopenhauer lo llamó el egoísmo fundamental de la condición humana. Es real que a la mayoría solo le importan ellos mismos y quizás un pequeño grupo de personas que los rodean. Lo que ocurre más allá de la burbuja en la que muchos viven no les interesa. No les importa lo que le ocurre al vecino, al amigo con quien a veces comparten socialmente, al compañero de trabajo, a sus conciudadanos. Tenemos nuestra propia burbuja de percepción y experiencia. Solo hay que tomar el alfiler y estallarla, porque de lo contrario nuestra conciencia está limitada por los confines de nuestra subjetividad. La burbuja individual nos aísla. Nos centramos en nuestros deseos, necesidades y preocupaciones personales. La indiferencia hacia los demás surge de esta desconexión.

En las redes sociales abundan los mensajes y contenidos de solidaridad, empatía y apoyo, y se comparten una y otra vez, generalmente por moda. Ser empático y preocupado por la realidad mundial se ha convertido en una moda cada vez más afianzada. “Pobres palestinos, compartamos el videíto”. ¿Cuántos lo sienten en realidad? O el mensaje cliché sobre el suicidio ¿Cómo es que dice? Algo así como: “Cuenta conmigo, yo te escucho”. ¿En realidad escuchamos esos gritos silenciosos de ayuda que lanzan al vacío aquellos a quienes les pesa su existencia y quizás solo necesitan un abrazo auténtico, ser escuchados, alguien que los acompañe mientras transitan por las oscuridades de su existencia?

Voy a hacer uso de la frase cliché “cada persona es un mundo”, con sus batallas internas, sus conflictos diplomáticos consigo mismo y con el exterior, con su escasez de recursos y demás dificultades de nuestro mundo propio y del mundo en el que habitamos.

Cada quien lleva su carga (otra expresión cliché), y observando el asunto desde la otra orilla del río, puede no ser amable lanzarle un poco de nuestra carga a otro que no lo ha pedido, que por convención social e inercia de vida pregunta “¿Cómo estás?”.

Ocurre que cuando le contamos nuestros problemas y dificultades a los demás, los “contagiamos” de nuestro estrés, ansiedad, tristeza y no sabemos si el otro está preparado para recibir una parte de esta carga. No se puede ser absolutista. A veces puede no ser indiferencia; a veces estamos tan abrumados con nuestra propia realidad que no somos capaces de observar que el otro está igual o peor y no tenemos la capacidad de tender la mano.

Siempre intento desprogramarme de aquellas acciones que realizamos en piloto automático, intento (en muchas ocasiones fallidamente) no seguir esas convenciones sociales absurdas y hasta hipócritas. Lograr ser auténticos, quitándole a esa palabra el peso de diferente o especial. Cuando me refiero a ser auténticos, me refiero a ser honestos de alma, primero con nosotros mismos y luego con los demás. Si no comienza adentro, no es real afuera. Por eso, cuando a alguien le lanzo la pregunta “¿Cómo estás?”, lo hago de manera auténtica. Sí me interesa saber cómo está. Quiero saber cómo está, ya sea para sonreír, tender la mano o abrazar.

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