Hace unas semanas, en un viaje por tierra a San José del Guaviare, un baquiano que ha recorrido las selvas del Yarí y el Guaviare desde los ocho años me señalaba, con la puntería de quien conoce la geografía como una cicatriz, unas manchas verde pálido que interrumpían el tapiz espeso de la Amazonía.
—Eso era monte cerrado —dijo—. Selva de verdad. Ahora es potrero nuevo.
Desde una loma, con el sol y los tepuyes de La Lindosa a la espalda, y el zumbido lejano de una motosierra colándose entre los árboles, veíamos lo que parecía un simple parche en la distancia. Pero lo que él señalaba no era menor: detrás de ese cambio de color había días enteros de tala, fuego, animales espantados y árboles antiguos convertidos en carbón.

En seis meses, Colombia ha perdido 88.000 hectáreas de selva amazónica. Es como si todo Nueva York desapareciera bajo una motosierra, y todavía sobraran unas 10.000 hectáreas más, lo que equivale al tamaño de París.  Lo dice un informe oficial, pero también lo dicen los árboles y hábitats que ya no están. Detrás de ese número hay retroexcavadoras, tramos de carretera que no aparecen en ningún plan de desarrollo, y un ejército de actores informales que avanzan donde el Estado no pisa. La deforestación en Colombia dejó hace rato de ser un fenómeno ambiental: es una reorganización territorial, económica y, por supuesto, política.

La estadística llama la atención no solo por su tamaño —más de la mitad de esa pérdida ocurrió en Caquetá— sino por su ritmo. A pesar de las promesas, de los anuncios, de los acuerdos climáticos, estamos tumbando bosque a la misma velocidad de siempre, o más. “Es como si se hubiera soltado una cuerda”, dice un investigador de un instituto importante de estudios ambientales, que prefiere no dar su nombre. “Estábamos logrando reducirla. Y de un momento a otro, otra vez esta avalancha.”

La palabra “avalancha” no es gratuita. Lo que está ocurriendo en la Amazonía colombiana no es azaroso ni espontáneo. Hay un método. Entran primero los carreteros, que abren vías clandestinas para el tránsito de ganado, madera y gasolina. Luego llegan los colonos, los especuladores, los caciques locales. Se delimita un predio, se desmonta el monte, se prende fuego. En menos de un año, el bosque se convierte en potrero. A veces con títulos, a veces sin ellos. Pero casi siempre con la tolerancia activa de alguna autoridad local.

Más de 1.100 kilómetros de carreteras ilegales han sido trazadas dentro de áreas protegidas en los últimos meses. Es una cifra difícil de procesar, sobre todo si uno la compara con la lentitud desesperante de los proyectos legales. Mientras un plan de restauración ambiental puede tardar una década en ejecutarse, una vía ilícita puede abrirse en dos semanas. Lo saben bien en el Parque Nacional Nukak, donde cada día se pierde terreno. “No hay cómo competir contra eso”, dice un funcionario de Parques Nacionales. “A veces ni siquiera tenemos cómo llegar.”

La paradoja es evidente. En 2023, Colombia celebró haber reducido la deforestación a su nivel más bajo en más de dos décadas. Hoy, la tendencia se invierte sin que nadie dé una explicación clara. La versión oficial culpa a las disidencias armadas que controlan la región. Pero hay otra parte de la historia que no se cuenta tan fácil: la fragmentación institucional, el desorden en la gestión ambiental, la falta de alternativas económicas viables para las comunidades rurales. Y la verdad incómoda de que muchas decisiones se están tomando fuera del radar público.

Lo que resulta más trágico —y profundamente irónico— es que esta devastación ocurre al tiempo que Colombia busca presentarse como líder climático en la escena internacional. Tras ser sede de la COP16 sobre biodiversidad, los discursos oficiales se llenaron de promesas y compromisos. Se habló de protección, de justicia ambiental, de una Amazonía viva. Pero en el terreno, lo que sigue vivo es el miedo. Mientras en las conferencias se aplaude la defensa de la naturaleza, en los territorios se entierra a quienes la defienden.

Colombia sigue siendo uno de los países más peligrosos del mundo para ser defensor ambiental. Según el informe más reciente de Global Witness, solo en 2022 fueron asesinados 60 líderes ambientales en el país, casi la mitad de todos los casos registrados en el planeta ese año. Y el patrón se repite: comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes que se oponen a la deforestación, al acaparamiento de tierras o a proyectos extractivos ilegales. El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ) ha documentado más de 400 asesinatos de líderes sociales entre 2016 y 2024, muchos de ellos vinculados a causas ambientales.

Esa violencia no es solo una consecuencia colateral: es un mecanismo de silenciamiento. Es lo que permite que la tala ilegal avance sin obstáculos, que las economías ilícitas florezcan y que el discurso ambiental siga siendo apenas eso: un discurso. Hay una desconexión brutal entre las cifras que se presentan en Bruselas o Dubái y lo que se vive en Cartagena del Chairá, en San José del Guaviare, en Puerto Leguízamo. La COP termina, los líderes regresan a sus países, los comunicados circulan. Pero la selva, la gente de la selva, sigue sola.

No es solo la selva la que está en juego. Es la forma como el país se piensa a sí mismo. Desde los tiempos de La vorágine, esa novela fundacional donde la selva es el escenario de la pérdida y la locura, hemos heredado una mirada que oscila entre el miedo y la indiferencia. En el imaginario occidental —y colombiano, que no deja de serlo— la Amazonía es un espacio en blanco, un terreno salvaje, un límite. Joseph Conrad, en El corazón de las tinieblas, la convirtió en símbolo de lo incivilizado. Ese mito ha sido eficaz. Ha legitimado todo tipo de ocupaciones: extractivas, evangélicas, militares, desarrollistas.

Pero la selva es otra cosa. Es sistema, cultura, refugio, banco genético. No es el lugar donde la civilización se pierde: es donde se sostiene el equilibrio del que dependemos todos. En ese sentido, la deforestación no es solo una tragedia ecológica. Es una crisis de sentido. Un reflejo de lo lejos que estamos de integrar lo ambiental en las decisiones duras: presupuestos, planes de inversión, reformas agrarias. La Amazonía sigue viéndose como una reserva de recursos, no como un actor político. Y eso es parte del problema.

En Caquetá, Putumayo y Guaviare, los habitantes saben que hablar de protección ambiental es, muchas veces, una provocación. Varios programas de restauración han sido cancelados por amenazas. Los funcionarios deben negociar incluso la posibilidad de hacer monitoreo. Los datos son difíciles de actualizar porque hay zonas completas a las que simplemente no se puede entrar.

Pero no todo está perdido. Hay esfuerzos locales que siguen en pie. Iniciativas indígenas que proponen modelos de conservación con soberanía. Mujeres rurales que están organizando economías no extractivas. Técnicos ambientales que, contra toda probabilidad, insisten en volver al terreno. La pregunta es si esas iniciativas van a tener el respaldo necesario. No de un discurso. Sino de una decisión política.

La Amazonía colombiana representa más del 40% del territorio nacional. Es nuestra mayor apuesta a futuro, aunque no lo sepamos. Su destrucción no ocurre por falta de evidencia, sino por exceso de permisividad. Lo que se necesita no es una promesa más, sino asumir que la selva no es un paisaje: es infraestructura vital. Y que defenderla no es un acto romántico, sino estratégico. Tan básico como construir una carretera o una escuela.

Pero lo cierto es que esa mirada está rota. Hoy sabemos, con datos en la mano, que sin selva no hay clima, ni agua, ni aire limpio. Que los árboles no son una decoración exótica sino una tecnología de supervivencia. Que si la Amazonía colapsa, colapsamos todos. Y aún así, seguimos comportándonos como si no pasara nada.

Porque la selva no está esperando un redentor. Lo que necesita es que la dejemos en paz. Que le demos espacio para seguir funcionando como lo ha hecho por milenios. Y que, por una vez, seamos lo suficientemente inteligentes como para no destruir lo único que no podemos reconstruir.

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