En la vejez, se extinguen las pasiones y los deseos, unos tras otros; a medida que se nos hace indiferentes los objetos de estas pasiones, se embota la sensibilidad, la imaginación creadora se forma cada vez más débil, las imágenes se hacen borrosas, no se fijan ya las impresiones, los días se suceden cada vez más rápidos, los acontecimientos pierden importancia y todo se difumina. El hombre abrumado por el paso de los años se pasea tambaleándose o descansa en un rincón, no siendo ya más que una sombra, un fantasma de su ser pasado. Viene la muerte. Un día la somnolencia se convierte en el último sueño“. Arthur Schopenhauer.

Entre la adolescencia y la muerte se encuentran la adultez y la vejez. Si elegimos nuestro proyecto de vida en la juventud, lo cual es lo normal, hay un periodo medio de la vida donde esas elecciones pasan a determinar la existencia. En la medida que elegimos, cerramos más la perspectiva de futuro que tenemos; es posible caminar por un determinado sendero, y centrar la atención y los esfuerzos en el modelo de vida, la profesión, la situación familiar por la que hemos optado. Esta etapa vital puede ser de seguridad, tranquilidad, normalización, pero también es una etapa supremamente rutinaria. Elegir un proyecto de vida lleva, la mayoría de las veces, a la rutinización de la existencia, a la mecanización de esta. La rutina parece un destino normal en cierta etapa de la vida adulta; es una mecanización de los ritmos vitales producto de la habituación y parametrización de la existencia.

La adultez implica también un mayor grado de responsabilidad, esto es, de la necesidad de responder por, hacerse cargo de, ya sea de los hijos, del nivel de vida que se ha logrado, de las obligaciones económicas adquiridas. En la actualidad, por ejemplo, las deudas -por lo general cuando se tiene vida crediticia y capacidad de endeudamiento, cuando somos productivos, cuando ya estamos insertados dentro del engranaje- son biopolíticas, son dispositivos de normalización que preforman la vida humana, la absorbe, la gobierna. Básicamente llega un momento donde la deuda, como política de la vida, es una condición normal de la existencia…la deuda garantiza la esclavitud vital moderna, esclaviza el cuerpo, el tiempo. El trabajo de los cuerpos, y los excedentes que quedan después de la satisfacción de las necesidades más básicas, terminan en el banco, en el círculo de rotación del capital y en su dinámica de absorción de los productos de la corporalidad viviente. El endeudamiento perpetuo suele ser la imagen perpetua del vampirismo capitalista.  

La adultez, también, implica un acrecentamiento de responsabilidad por el tiempo que viene…gran parte de ella está dedicada a garantizar una vejez digna. La conciencia de nuestra temporalidad, de nuestra finitud, fragilidad y vulnerabilidad, nos convierte en esclavos del futuro. En la adultez empezamos a vivir para la vejez, sobre todo si la queremos asegurar y librar de las penurias.

Pese al encasillamiento vital que se produce en la adultez, en esta etapa la vida también puede verse como la realización parcial de la libertad. Básicamente si se realiza el proyecto de vida, el horizonte vital que se ha escogido, podemos decir que hemos realizado parcialmente la libertad. La realización personal es libertad en acto, libertad encarnada y actuante, si bien no definitiva. Desde luego, lo descrito corresponde a una vida en condiciones normales, pero no hay que olvidar que vivimos en la sociedad del riesgo permanente, donde la inseguridad y el miedo constante a perder la estabilidad son realidades presentes. El azar y la incertidumbre gobiernan la vida, nos atraviesa siempre, como puede verse en el Excurso uno de este texto; la incertidumbre no es eliminable, el riesgo es siempre una posibilidad, ya sea la muerte de alguien, la enfermedad, la pérdida del empleo, la quiebra. Cuando alguno de estos eventos irrumpe en la existencia, la puede transfigurar de manera fundamental. 

Pase lo que pase, hay algo que siempre está presente, que nunca nos abandona: el paulatino envejecimiento. Ya ser adulto es haber dejado atrás la juventud, y haber entrado en una etapa intermedia, una planicie de la cual solo queda empezar descender. La vejez es siempre una realidad en marcha. Ella trabaja soterradamente en nosotros, desde adentro labora corroyendo nuestra corporalidad y su vitalidad, su fuego. La vejez está escrita en el cuerpo, en la piel y en las entrañas; trabaja de manera silenciosa hasta llegar a un momento donde irrumpe en plenitud. Es cuando nos percatamos de que estamos viejos, es cuando tenemos que mirarla de frente o, mejor, es cuando nuestra propia frente, con las huellas que la vejez ha dejado en ella, nos notifica su presencia: las arrugas son las huellas del tiempo en nuestro cuerpo, son un sedimento del pasado y un anuncio del viejo que seremos. Si la piel es la frontera del cuerpo, las manchas, las arrugas, las heridas, son marcas en ese borde, en ese límite que nos individualiza de otros.  

La filósofa francesa, la gran compañera de Sartre y una maravillosa escritora y feminista, la pensadora Simon de Beauvoir, escribió un libro notable titulado La Vejez. Es una investigación monumental atravesada por la siguiente pregunta: “¿Qué debería ser una sociedad para que en su vejez un hombre siga siendo un hombre?” La pregunta es fundamental porque, exige, en primer lugar, abordar el tema. Vivimos en sociedades alérgicas al tema de la vejez, pero también al de la muerte. Nos negamos a asumir un tema que es parte de la vida, un problema que no puede ser negado u ocultado, pues tarde o temprano se impone. Es uno de esos negacionismos más, tan de moda en los tiempos actuales tan carentes de realismo: “nos negamos a reconocernos en el viejo que seremos”. Por eso, sin pensar con hondura, solemos edulcorar al anciano en una imagen romántica, sublimada:

[L]a del sabio aureolado de pelo blanco, rico en experiencia y venerable, que domina desde muy arriba la condición humana; si se apartan de ella caen por debajo: la imagen que se opone a la primera es la del viejo loco que chochea, dice desatinos y es el hazmerreír de niños”.

Esa dulcificación pasa por alto el lado oscuro de la vejez, justo aquello que no queremos pensar, eso que vemos ladinamente. Y lo hacemos porque antes de que nos caiga encima, la vejez se vive en tercera persona, es algo que le ocurre a los demás. En estos casos, el viejo es el Otro, una alteridad. Pero con eso nos hacemos los de la vista gorda ante la ineludible certeza de que “estamos habitados ya por nuestra futura vejez”. Ahora, ese «lado oscuro»  impide ver que el anciano no siempre es ese sabio, depositario de sabiduría, de experiencia, portador de la memoria colectiva, y, por tanto, baluarte fundamental de la comunidad, o de la sociedad, como solemos pensar. También es el ser débil, frágil, pobre, desamparado, heterónomo, enfermo, etc., que se apila en los ancianatos, o en los rincones ocultos, en las habitaciones aisladas de muchas casas donde no deben molestar o ser vistos; donde son fantasmas, espectros de lo que fueron, “casi muertos” como se los considera en algunas culturas. Desde luego, todas estas percepciones y el sentido mismo de la vejez dependen de la especificidad de cada sociedad, de su estructura social y de sus valores: en unas son valiosos, en otras se los cuida, en otras se los abandona.

Es claro que en la sociedad capitalista la persona es útil mientras sea productiva, rentable. Cuando ya no lo es, la situación suele ser muy desfavorable para las clases pobres:   

En la vejez los explotados están condenados, sino a la miseria, por lo menos a una gran pobreza, a alojamientos incómodos, a la soledad, lo que les produce un sentimiento de decadencia y una ansiedad generalizada. Se hunden en un embotamiento que repercute en el organismo; incluso las enfermedades mentales que los afectan son en gran parte producto del sistema”.

En este sentido, los viejos son también los condenados de la tierra, los trastos viejos arrumados abandonados al tiempo implacable que todo lo devora, que devora la vida y que carcome los restos; que aniquila el porvenir y sus posibilidades. De tal manera que son muy pocos los ancianos que viven una vejez plácida, ciceroniana, acompañados por los familiares, por los nietos, tal como ocurre en mayor medida en algunas familias de Latinoamérica donde esa cercanía con los ancianos es mayor que en la vieja Europa.

Hay que decir que la vejez trae también una relación distinta con el tiempo. Si el tiempo puede considerarse: “la forma del sentido interno, o sea de nuestra propia observación de nosotros mismos y de nuestra condición” (Jean Amery), a medida que envejecemos, sentimos que aumenta el pasado y se acorta el futuro. Este es un dato objetivo. Envejecer es volverse, ante todo, tiempo sedimentado, experiencia encarnada, pero a la vez, es volverse imposibilidad. Al ser el futuro más corto, disminuyen las expectativas, los proyectos, los planes. El viejo vive más en el pasado. Su experiencia del presente decrece, aumenta la evocación; y los recuerdos, que deben verse como memoria en acto que actualiza los hechos, pierden intensidad. Los recuerdos aparecen lejanos, dejan de ser vívidos, intensos…se vuelven opacos. Su irrupción ya no estremece con la misma intensidad: las alegrías aparecen más derruidas para quien recuerda, y los dolores pasados suelen parecer más soportables.

El envejecer se ve como un acercarse lentamente a la muerte: ésta ya no se vive en tercera persona como cuando moría un amigo o un familiar, ahora es algo personal. Todos estamos haciendo fila y a cada uno le llegará su turno en esa procesión, pues la muerte es lo más democrático que existe, ya que no respeta sexo, género, religión o riqueza. Pero, mientras tanto, somos solo espectadores más o menos afectados. Por eso, “a medida que uno acumula años, se va formando una imagen cada vez más sombría del porvenir” (Cioran). De hecho, el porvenir aparece huero, vacío…no hay porvenir…el único porvenir es la supresión lenta del mundo, el regreso al cosmos silente, a la nada, o los distintos cielos que el humano se ha inventado para paliar el horror de la muerte.  El porvenir, el futuro, entonces, frente a nuestro sentido interno, frente al manojo de tiempo que somos, pierde sustancia…ya no jalona la vida, la hunde. El porvenir se va cerrando lentamente, dejando al anciano sin un espacio vital donde alojarse.  

La vejez nos estremece profundamente. Ella cuestiona la percepción que tenemos de nosotros mismos. Evidentemente, somos pasado, somos tiempo. Ese pasado constituye nuestra identidad personal. Sin embargo, el cuerpo mismo, mi apariencia, la misma que he visto variar por años, también la constituye. La vejez es la prueba de que Heráclito tenía razón: con ella vemos el devenir, lo transparentamos en retrospectiva, lo asimos. Nos permite ver diáfanamente cómo ya no somos lo que éramos, como el no ser algo en la juventud nos llevó a ser algo en la adultez, y cómo en la vejez ya no somos el cuerpo, ni la persona que éramos en la juventud. Ser y no-ser realizados, de la mano, trabajando juntos. El anciano que se para en la cumbre de su existencia y voltea a ver el pasado, su devenir, realiza en ese momento de apercepción la síntesis dialéctica de su vida…pero al final, el no-ser triunfa, da la estocada final y gana la partida, la carrera de la vida. La muerte está tan segura de vencernos, que nos da toda una vida de ventaja, dice un famoso anónimo. 

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