A pesar de la aparente cotidianidad, los intensos y acalorados debates con café o aromática en mano nos recuerdan que la época electoral se acerca: el Congreso será “renovado”, la Casa de Nariño cambiará de administrador y la agenda de campaña se cocina con los rezagos de los gobiernos pasados, pero no precisamente por la articulación de iniciativas anteriores sino por todos aquellos retos y dificultades aún no resueltas. Asuntos como la “paz”, la igualdad social, la seguridad y la estabilidad económica continúan en el tablero, aunque con un componente algo curioso, el cual, sin ser nuevo o reciente, sí hace parte del discurso político de los últimos meses: ¡la despreciable corrupción!
A estas alturas debería decir que, aunque se percibiera este escrito como aburrido y predecible, al estilo del artículo político y electoral -del cual no quiero tomar partido, porque no milito en ninguno-, lo cierto es que resulta interesante “botar corriente” -coloquial y pegajosa expresión del profesor Tremolada- al debate sobre la administración pública y a ese grave cáncer llamado clientelismo que, a todas luces, es una forma de corrupción más de la que tanto nos quejamos a diario como si se tratase de un asunto de otros y que, al final, no lo es. De hecho, se encuentra más cerca de lo que podríamos imaginar, así que estemos muy alertas porque el statu quo peligraría.
En un panorama poco optimista, autores como Joan Prats consideran que la administración pública es una utopía para nuestro tiempo, capaz de convocar y movilizar el consenso de un amplio espectro de fuerzas de centro-izquierda y de centro-derecha renovados, resaltando así el tinte político que puede opacar el interés general del Estado y a sus componentes. Aunque es un asunto de alta sensibilidad, quisiera pensar que más que utopía, todo es cuestión de inercia y que, cuando los modelos fracasan o sólo benefician a unos cuantos, deben sustituirse por nuevos paradigmas -si es que nos referimos al deber ser dentro de una democracia-.
Según Prats, para hablar de una administración pública real y efectiva se requiere de una larga agenda de reformas políticas, adaptadas a las condiciones particulares de cada país, en las que se incluya la superación del populismo político; la participación de grupos de interés como veedores de lo público-; la erradicación de la discrecionalidad -que puede transformarse en arbitrariedad-; la promoción de las economías de mercado abiertas y competitivas y la protección de la vida humana en condiciones de dignidad.
Es por esta cantidad y variedad de elementos requeridos para que la función sea pública, que los estudios sobre administración, gestión y políticas públicas han tomado una serie de conceptos, procedimientos y reformas propias de las ciencias de la gerencia, con el objetivo de optimizar el funcionamiento del Estado, además de darle un sustento académico que permita diagnosticarlo y fortalecerlo.
Con ello, las garantías esenciales que éste debe procurar a nacionales y connacionales serán satisfechas de manera más eficiente, eficaz y efectiva en el marco de la gestión gubernamental y, en últimas, a través de políticas públicas que respondan a los principios de igualdad, moralidad administrativa y meritocracia -siendo la política exterior una de ellas-.
Sobre este tema, Arlene Tickner, Oscar Pardo y Diego Beltrán en su libro titulado “¿Qué Diplomacia necesita Colombia?” señalan que los estudios sobre gestión pública administrativa, debido al interés general que manejan, han estado cobijados por un cuerpo teórico-conceptual que encuentra sus principales raíces en la nueva economía política y en la teoría de las organizaciones públicas. Esta relación le ha brindado un conjunto de valores, principios y técnicas, agrupadas bajo el nombre de la Nueva Gestión Pública (NGP), la cual, en el escenario latinoamericano, se ha concebido por medio de heterogéneos procesos administrativos que apuntan, entre otros aspectos, a la creación y consolidación de una política de Estado que permita la modernización y la gestión de la administración pública.
Como las políticas públicas están a cargo de administrar “lo público”, especialmente en asuntos sociales problemáticos y/o para proteger sectores sociales vulnerables o vulnerados por dicha situación, es importante hacernos el siguiente interrogante: ¿qué entendemos por “lo público”?
Solemos relacionar a lo público con lo que pertenece a todos; sin embargo, Edgar Varela en su análisis sobre “las interrelaciones entre el Estado y sociedad en el marco de las dimensiones de lo público” se enfoca en el acceso general, es decir, a lo que está abierto a la pertenencia de todos, con base en el principio jurisdiccional de la inclusión (Varela, 2005). Por lo tanto, si tomamos esta definición y relacionamos lo público con lo que debe pertenece y debe estar accequible a todos, bajo criterios objetivos que no den lugar a la exclusión y, por lo tanto, a la desigualdad, entonces las políticas públicas tendrán como nicho la satisfacción del interés general sobre el particular. En últimas, aunque afecte al conjunto de la sociedad -más de lo que se piensa-, si se persiguen intereses privados, entonces debería actuarse en el ámbito de la empresa privada.
Para hablar de políticas públicas, nos resulta de utilidad el concepto de Carlos Salazar: son el conjunto de sucesivas respuestas del Estado (o de un gobierno específico que lo representa en un momento histórico determinado) ante situaciones consideradas socialmente como problemáticas. El elemento social se posiciona como el tema central al que el Estado, por medio de los servidores públicos de un gobierno determinado, tiene el deber de regular y garantizar por medio de tales políticas.
Ahora bien, dichas políticas se desarrollan en el marco de la administración pública, por lo que se debe promover el debate en torno a la creación de políticas de Estado en Colombia, así como del fortalecimiento de la carrera administrativa y, para los asuntos de política exterior, de la carrera diplomática y consular, ya que éstos cuerpos profesionales están llamados trabajar para el Estado con vocación de permanencia.
En este sentido y, al igual que las relaciones internacionales, asuntos como la educación, la cultura, la diversidad o el medio ambiente, han sido objeto de discusión en Colombia en relación a la necesidad de planear políticas públicas de Estado que permitan articular y evaluar proyectos de administraciones anteriores; determinar objetivos y acciones concretas para superar las coyunturas políticas que traen consigo cambios que desestabilizan a la función pública; y, exigir el mejor capital humano para ejecutarlas.
Al hablar sobre la situación de la carrera administrativa en Colombia, Efrén González destaca las bondades de este sistema, ya que promueve la igualdad de oportunidades para acceder a la función pública, incrementa la eficiencia de la administración, el buen servicio a la sociedad, la profesionalización y estabilidad en los empleos. Las características más importantes de este sistema son el ingreso y el ascenso a través de la capacidad y el mérito, criterios que se alejan a las diferencias de raza, religión, sexo, filiación política o cualquier circunstancia que vulnere el derecho a la igualdad.
En este sentido, estos sistemas jerarquizados procuran el ingreso de los perfiles profesionales más idóneos para los cargos vacantes, por lo que el principio resaltado por Gonzáles sobre la “eunomía”, o la ley del mejor, hace frente a lo que este autor denomina “clientelismo corruptor”.
Por otra parte, es plausible afirmar que estos sistemas son propios de la función pública moderna, descrita por Joaquín Leguina, en su artículo titulado “La función pública como salvavidas”, como aquella en la que sus miembros son inamovibles y sus carreras sólo dependen del mérito y la capacidad de cada persona, resaltando que en los países más avanzados las carreras profesionales pueden llegar hasta el nivel de subsecretario. De hecho, ya desde la España de los Borbones, bajo el reinado de Fernando VI (1746), se comenzaba a consolidar un cuerpo diplomático especializado y de plazas fijas, compuesto por hombres que acreditaban experiencia en puestos diplomáticos en el extranjero.
Dichos regímenes de carrera permiten conformar un conjunto de profesionales de Estado que trabajen por los intereses del mismo, los cuales trascenderán los avatares de los gobiernos temporales. En particular, los niveles de profesionalización de las carreras diplomáticas y consulares en países desarrollados sobrepasan, por mucho, a los presentados en los servicios exteriores de otros Estados en vías de desarrollo (aunque hay ejemplos positivos notables), con una relevancia menos significativa en el Sistema Internacional.
Como las políticas públicas corresponden a las soluciones específicas para abordar los asuntos públicos, tanto del orden interno, como del externo, también habremos de considerar la política exterior como una política pública.
Al respecto, autores como Ester Mancebo y Rafael Calduch sostienen que al igual que toda política pública, la política exterior se inicia a partir de un diagnóstico, de una forma de comprender el escenario y de una definición de los problemas a resolver, generalmente, en aras de conservar el orden público e institucional, la prosperidad económica y social y la propia estabilidad del Estado en el Sistema Internacional. Para Mancebo, la construcción conceptual de los problemas, la formulación de las posibles soluciones, la inclusión en la agenda, su negociación, la toma de decisiones, la implementación, el monitoreo y la evaluación, comparten una dinámica comparable a la de cualquier política pública.
Por otra parte, nos encontramos con la especialidad de la materia: la política exterior persigue, entre otros aspectos, la defensa de los intereses nacionales y coyunturales del Estado, por lo que parece lógico que sea el ejecutivo -en cabeza del Presidente de la República- el que motive y direccione la toma de decisiones sobre la misma. Recordemos el numeral 2 del artículo 189 de nuestra Carta Magna: “dirigir las relaciones internacionales (…)”. No cabe duda de la potestad que la Constituyente de 1991 otorgó al Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, atribución que se ve reflejada en actos exclusivos del Presidente como la ratificación de tratados o la escogencia discrecional de un porcentaje de nuestros Embajadores en el exterior.
No obstante y, pese a la especialidad del ámbito, no debe dejarse de lado la verdadera naturaleza de la política exterior como una de las políticas públicas del Estado. Como dicha política está al servicio de los intereses del mismo, no sólo debe avocarse a la defensa de su soberanía ad intra y ad extra; fortalecer su organización política; mantener el orden público o cuidar sus relaciones diplomáticas para su reconocimiento; la política exterior también debe estar al servicio de la población, de los nacionales y connacionales a quienes todas las decisiones de la esfera externa los afectan positiva o negativamente. Hablo, entonces, del preciso y primer paso para la construcción de una política exterior de Estado: la consolidación de una administración pública que, como en otras políticas públicas, requiere de un talento humano idóneo del Estado y para el Estado.
No sería necesario hacer una lectura del comportamiento de las políticas exteriores de todos los Estados del mundo, ni estudiar las diferencias entre los cambios que han surgido en distintas épocas para concluir que, con determinadas particularidades, la construcción de una política exterior de Estado está influenciada por elementos políticos, vinculados a las dinámicas al interior del gobierno nacional, por intereses dentro del partido político, élite o personaje que se encuentre en el poder y, por supuesto, por intereses nacionales, relevantes para un país en cuestión, que no pueden ser ajenos a los cambios en el nivel externo.
De este modo, podemos percibir un grado de “ideologización” de la política exterior, no como un fenómeno nuevo, sino como una característica cada vez más aceptada por los estudiosos de la política y las relaciones internacionales. La política exterior será de esta manera, una política con un fuerte contenido de “tendencias ideológicas” y se constituirá como un “sistema de creencias” como lo afirma Juan Tokatlián en su estudio sobre “política exterior en el reordenamiento latinoamericano”, sin catalogar este adjetivo en términos negativos.
Lo que sí podemos considerar como un problema, es una política exterior dogmática, inflexible, ajena a la crítica, -apreciación de Tokatlián a la cual me adhiero-. Lo anterior, debido a que cuando se toma el camino de las políticas exteriores dogmáticas, se aumenta la probabilidad de incurrir en errores mayores y cuando se maneja a una política pública como un “botín burocrático”, se disminuye la protección de los intereses nacionales.
En este orden de ideas, una política exterior altamente condicionada a factores ideológicos, derivados del elemento político-gubernamental, tenderá al cortoplacismo y a la inviabilidad de convertirse en una política exterior de Estado, administrada y ejecutada para la función pública y por un cuerpo de profesionales que ingresen para seguir cimentando el Estado social y democrático proclamado desde hace décadas.
Si construimos una verdadera administración pública y fortalecemos los regímenes de carrera, estaremos un paso más hacia la democratización del Estado colombiano. Un Estado que a finales de la segunda década del siglo XXI quiere alejarse del subdesarrollo, no sólo socio-económico sino también político. Un Estado en el que, si bien existen intereses privados, lo público sea elevado como un bien de todos y para todos. El Nudo que pareciera gordiano, puede ser desatado a través del respeto al derecho a la igualdad y la aplicación del principio de la meritocracia.
*David Alejandro Arias Parrado. Abogado, de la Universidad Industrial de Santander; Magíster en Asuntos Internacionales, de la Universidad Externado de Colombia; Magíster en Diplomacia y RR.II., de la Escuela Diplomática de España; candidato a Doctor en Ciencias Políticas y de la Administración y RR.II de la Universidad Complutense de Madrid. Funcionario de la Carrera Diplomática y Consular en el rango de Tercer Secretario de Relaciones Exteriores. Actualmente, hace parte del grupo de Tratados de la Dirección de Asuntos Jurídicos Internacionales.