Cada 9 de abril se conmemora en Colombia el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas del conflicto armado. Con el ánimo de unirse a la conmemoración, ASODIPLO publica en el blog de hoy un relato sobre la labor que cumplen los consulados en el marco de la Ley 1448 de 2011 y demás normas pertinentes. El Ministerio de Relaciones Exteriores debe garantizar que las víctimas que se encuentren fuera del país sean informadas y orientadas adecuadamente acerca de sus derechos, medidas y recursos; e igualmente, recibir, a través de las Embajadas y Consulados, la solicitud de registro de las víctimas colombianas domiciliadas en el exterior.

LA LITERATURA Y LA ATENCIÓN A LAS VÍCTIMAS*

A lo largo de los años de ejercicio literario, he escrito algunos cuentos que tal vez sean válidos, algunos poemas que tal vez no sean tan malos; estoy trabajando en una larga novela que tal vez puede llegar a ser interesante. Todos estos son ejercicios que, como diría Borges, espero que me justifiquen. Sin embargo, mis mayores orgullos como escritor son textos ocultos, casi secretos. Escribí estos textos hace ya varios años y, aunque nunca podré mostrarlos públicamente, cambiaron en forma irremediable lo que entendía por literatura.

La literatura siempre ha sido parte de mi vida, primero como lector, obviamente; pero todo lector es inevitablemente un escritor en potencia. Desde muy pequeño sentí esa necesidad de juntar letras, de tejer historias. ¿Por qué? Por diversión muchas veces, casi siempre por necesidad, por responder a una especie de urgencia, de ansia de escribir.

Nunca tuve del todo claro para qué servía la literatura, de la misma forma en que uno no es consciente de cómo funcionan los nutrientes cuando ingresan a su cuerpo, ni cuál es el mecanismo del agua que bebe o el aire que respira. Solo siente la necesidad de todo eso y entiende que es importante. Sé que no me moriré si dejo de escribir, pero también sé que mi vida se opacaría sustancialmente si lo hiciera.

No sabía muy bien para qué servía la literatura, pero tenía algunas conjeturas: para divertirse, para aprender cosas útiles, para escapar de la realidad, etc. No me importaba mucho, seguía leyendo, seguía escribiendo, seguía preparándome (sin saber) para un papel que nunca imaginé y que resultó siendo esencial en mi formación como escritor.

Mi primera salida como diplomático me llevó a un consulado fronterizo. Allí, mi trabajo consistió principalmente en tomar declaraciones de víctimas del conflicto armado en Colombia. La primera medida de reparación que reciben las víctimas es ser escuchadas. Por esto es tan importante que los agentes consulares estén en disposición de escuchar oralmente las declaraciones y convertirlas en escritos veraces y coherentes, y no simplemente exigir a las víctimas que traigan las declaraciones escritas. El acto de ser escuchado por otro ser humano con el que se puede compartir el dolor es el primer e indispensable paso para sanar. Fue entonces cuando entendí para qué servía todo lo que había aprendido en todos esos años. La literatura sirve para vivir, para hacer la vida.

Mi trabajo era narrar. Al principio lo tomaba como una labor administrativa: creía que debía registrar simple y rutinariamente los hechos que me contaban las víctimas. Por supuesto, no era así. Las personas que llegaban a mi oficina cargaban con un montón de recuerdos, de indicios, de hechos. Mi trabajo era convertir ese archipiélago de memorias en una historia, es decir, hacer literatura.

No se malentienda lo que afirmo. No inventaba nada, tampoco trataba de que los textos quedaran “bonitos”. La literatura tiene una dimensión innegablemente estética, pero frente a la vital importancia de lo que la gente me contaba, ¿qué importancia podía tener la estética? Mucha, por supuesto. La forma de contar es la que hace la historia. Las preocupaciones estéticas en las que normalmente me detenía perdieron sentido y dieron lugar a nuevas preocupaciones, a consideraciones más puras, más esenciales. Dejó de ser importante adornar los textos para que se leyeran bonitos, habría sido una falta de respeto buscar eufemismos y palabras rebuscadas para describir una violación, una masacre; dejó de ser importante impresionar al lector: el material con el que trabajaba era impresionante en sí mismo, así que todo adorno solo le estorbaría. En cambio, necesitaba que la historia fuera clara, que se entendiera la forma en que cada evento se encadenaba, la forma en que cada actor participaba. No podía reducir a un informe burocrático unas historias tan humanas, pero caer en sensiblerías también era una falta de respeto; era malbaratar en sentimentalismos un dolor que era tan auténtico.

Los costos psicológicos y físicos de la toma de declaraciones a lo largo de varios años es algo que quienes trabajan con víctimas conocen muy bien. En ese entonces la Cancillería no tenía ningún sistema de apoyo al respecto y hoy en día siguen siendo insuficientes. Por otra parte, gané una nueva forma de entender la literatura y creo nunca habría llegado a entenderla sin esa experiencia. Seguro habrá otras maneras de entenderla, pero esta es la que me guía desde entonces: la comprensión de la literatura como un ejercicio genuino para articular la vida, para abordar la existencia y, especialmente, para darle sentido.  No me refiero únicamente a la crónica como forma o a la tragedia como material; me refiero a la literatura más allá del adorno, más allá del calambur; a la literatura como tejido mismo en el que nos entendemos, desde lo lúdico y los solemne, desde la histórico y lo fantástico, desde el acto genuino de desnudarnos y tratar de entender con honestidad, y fallar, por supuesto, y de nuevo intentarlo.

Me esforcé, de verdad me esforcé por escribir lo mejor que pude. No sé qué tan bien lo hice, pero sé que intenté darle forma no solo al dolor, sino a la esperanza, al absurdo, al miedo. Luché por encontrar la mejor manera de narrar lo inenarrable. Bien decía Alfonso Reyes que el ejercicio de la poesía es como la batalla de Jacob contra el ángel: una lucha contra lo inefable, una batalla perdida de antemano que de todas formas hay que dar. Yo nunca lo había imaginado, pero llevaba años preparándome para esa batalla, escribiendo a diario: poemas, cuentos, ensayos, lo que fuera; no importaba. Tenía mis armas afiladas y luché tan bien como pude.

Hoy, como cada nueve de abril, se conmemora el día nacional de la memoria y la solidaridad con las víctimas y pienso en todas esas historias que pasaron, literalmente, por mis manos. Pienso en las personas que las tejieron conmigo, pienso en los textos que estarán custodiados en algún lugar oculto, dos mil o tres mil páginas de la historia de la violencia en Colombia. Millones de letras que guardan las historias que ayudé a construir. Nunca se publicarán, pero valió la pena escribirlas, valió la pena luchar, aunque saliera maltrecho y vencido. Valió la pena porque esta guerra, la de la palabra, nunca cesa y sigo luchando, ahora con nuevas armas, ahora con todo lo que aprendí en esa batalla.

*Carlos García, es Ingeniero Químico con maestría en Eduación y estudiante de doctorado en Pensamiento Complejo. Primer Secretario de Carrera Diplomática y actualmente coordinador de divulgación y selección para el ingreso a la Academia Diplomática.

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