Ese extraño oficio llamado Diplomacia

Publicado el Asociación Diplomática y Consular de Colombia

AQUEL 9-11…VEINTE AÑOS EN LA MEMORIA*

Hacia las nueve de la mañana -lo recuerdo bien, como creo que la mayoría de personas de mi edad -estaba en la oficina y en la radio transmitieron que un avión de pasajeros se había estrellado contra una de las torres gemelas en New York. Pensé que se trataba de un accidente terrible, también cavilaba sobre cómo era posible que un avión se hubiese desviado de esa manera… La incertidumbre era total: las autoridades, la prensa, los testigos estaban perplejos ante el espectáculo; pero nadie sabía nada. Lo cierto era que, a esa hora, no había sido un solo avión el que había chocado con una de las torres, eran dos, y las dos torres habían sido impactadas. El panorama era aterrador, los escenarios de película, tipo The Siege (1998), se hicieron reales. La situación empeoró: un par de horas después, el público recibió la noticia del impacto de otra nave contra El Pentágono y, otra más, había caído en Shanksville, PA.

En términos amplios, la década de 1990 anunció una aparente seguridad con el colapso de la Unión Soviética y, con ello, el advenimiento de un sistema unipolar; mostró una cultura de masas en expansión y una economía boyante de la mano del auge tecnológico. Pero en el nuevo siglo, Estados Unidos, que nunca había sido atacado en territorio continental, se estremeció y tomó mayor conciencia de su vulnerabilidad. Eran tiempos nuevos con nuevos enemigos y con nuevas amenazas. Los conflictos que habían permanecido invisibilizados bajo el manto de la Guerra Fría se alimentaron, se complejizaron y estaban a punto de ebullición inmersos esa “vieja” dinámica bipolar.

A pesar de aquel panorama de optimismo noventero, la probabilidad de ataques terroristas de gran envergadura se hizo palpable con los hechos ocurridos en el World Trade Center (1993), Oklahoma City (1995) y Atlanta (1998). Estados Unidos no estaba preparado para leer semejante escenario, ni sus instituciones ni su población. El referente más cercano a un ataque a territorio estadounidense era el japonés a la base naval de Pearl Harbor, “lejos” en 1941. Con lo terrible de la traición y lo aterrador de la agresión, no fue en suelo continental: la afortunada posición geográfica del país lo aislaba físicamente de los grandes conflictos bélicos internacionales. Esto había generado una percepción de seguridad. Japón, el enemigo, era otro estado y la norma era, entonces, la guerra regular -confrontación entre fuerzas homólogas, ejércitos-. En términos generales, antes de ese evento y desde entonces, la estrategia, la inteligencia, el entrenamiento y el armamento estaban pensados, diseñados e implementados para ese tipo de confrontación.

En el nuevo siglo, el enemigo no era otro estado, ni otro ejército, ni siquiera era el mismo tipo de terrorismo. El terrorismo tradicional era, por lo general, de carácter social-revolucionario o étnico-nacionalista y buscaba, a través de acciones violentas, selectivas y de daño “limitado”, visibilizar una agenda, unas reivindicaciones ante la opinión pública. En esta oportunidad, el terrorista no pretendía generar legitimidad ni buscaba reivindicaciones; y el dolor causado, la cantidad de víctimas indiscriminadas y la magnitud del daño fueron exorbitantes. En esta oportunidad, el cubrimiento mediático transmitió en vivo y en directo el surrealismo de la escena y el impacto en el público se hizo perenne.

El simbolismo del ataque es claro. El World Trade Center en el bajo Manhattan y el Pentágono en Washington, los centros del poder económico y político de Occidente. Al parecer, el ataque pretendió alcanzar tres objetivos (Münkler, 2005): generar un sentimiento de inseguridad permanente en Occidente, tanto en sus autoridades como en la generalidad de sus habitantes y debilitar el compromiso geopolítico estadounidense y el de sus aliados; incendiar un masivo sentimiento islámico y mostrar que era posible combatir a Occidente, a pesar de su superioridad militar; por último, alterar la confianza en los mercados, un golpe certero a la economía occidental.

Las secuelas en la vida política occidental no se hicieron esperar, tanto temporales como permanentes. Entre las primeras están el sentimiento de unidad que generó el terrible ataque, la fortaleza que la sociedad civil encontró en sí misma y la forma en la que rodeó a las autoridades, especialmente a aquellas cuya función es proteger la vida de sus conciudadanos. También, la unión de las democracias occidentales ante la agresión de un enemigo común que las satanizaba sin ambages, a pesar del equívoco unilateralismo y la desafortunada lectura con que la administración G. W. Bush abordó el fenómeno, como una “lucha de civilizaciones”.

Entre las secuelas permanentes, está la revitalización de la discusión sobre los derechos individuales, que son la base del ordenamiento político de Occidente; o por lo menos el norte que guía la acción estatal y la meta que se pretende alcanzar. La vieja discusión sobre la sacralidad de esos derechos consiste en lo siguiente: hasta dónde puede la esfera pública invadir a la esfera privada, hasta qué punto es legítima la acción del estado cuando vulnera la libertad individual para asegurar la seguridad colectiva. Otra secuela que se quedó, de manera desafortunada, es la identificación del migrante con la inseguridad. No solo permaneció, sino que se extendió desde todo lo que figurara a “musulmán”, real o no, a todo a lo que figurara a “latino” y lo exacerbó: se convirtió en un caballo de batalla política que desconoce abiertamente la riqueza que aporta al entramado social estadounidense.

Si es que algo positivo se puede extraer de una experiencia tan traumática como la vivida colectivamente el 11 de septiembre de 2001, es el hecho de que Los Estados Unidos de América conforman una comunidad diversa -con lazos de clara diferenciación y fuerte interdependencia en su interior- y que por eso mismo tiene la fuerza para sobreponerse y continuar. También se puede extraer de aquello, la esperanza de que de esas experiencias de unión y comunidad hayan dejado huellas profundas en el carácter social, más allá de la memoria colectiva, y sanen las heridas que la polarización política ha producido hoy, veinte años después.

*Juan Carlos Mosquera. Historiador, Magíster en Estudios Políticos y candidato a Doctor en Historia por la Universidad Nacional de Colombia. Su actividad profesional se ha dirigido, sobre todo, hacia la promoción de las herramientas de la disciplina histórica en la toma de decisiones; a través de la docencia en el sector corporativo formal y del académico formal, así como en el desempeño en instituciones públicas y privadas.

 

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