Cada vez que pienso y escribo sobre el problema de las drogas en Colombia, se me viene a la cabeza esa pregunta desafiante pero profética que le hizo Marina Escobar, hermana de Pablo Escobar, a una periodista el día del entierro del capo: “¿Usted cree que el tráfico de drogas y el narcoterrismo se acaba con la muerte de Pablo Escobar? (…) ¡No sean ilusos!”. Ni con la caída del mafioso más poderoso que tuvo el país, ni con pañitos de agua tibia como el decreto que tiene listo el gobierno para perseguir a los consumidores, se acabará realmente con el narcotráfico.
Por: Ricardo González Duque
En Twitter: @RicardoGonDuq
Existe una interesante contradicción entre los que defienden dos tipos de liberalismo: desde el punto de vista económico (para evitar que el Estado intervenga en el mercado) y desde el social (que busca que primen las libertades individuales, para que tampoco el Estado intervenga en ellas). Los primeros son catalogados de derecha y los segundos de izquierda. Sin embargo, más allá de esos rótulos, para el actual gobierno de Colombia está bien, por ejemplo, que un particular abuse del poder dominante que tenga en el mercado, pero no lo está que un ciudadano cualquiera consuma algún tipo de droga en la calle, porque “estaría narcotraficando”.
En la discusión que se ha reabierto esta semana en el país y que ha vuelto a mostrar la profunda división en la que estamos como sociedad, han surgido argumentos técnicos, morales y políticos, que han confirmado que a pesar de la resistencia a ideas para regular o legalizar el consumo de drogas, se ha avanzado frente al unanimismo de hace una o dos décadas, cuando la marihuana y la coca eran vistas desde el discurso oficial como “la mata que mata”.
Quiero repetir algo que me parece una enseñanza de vida: hacer las mismas cosas y esperar resultados diferentes es la perfecta definición para la estupidez. Por lo tanto, la estrategia con la que la administración Duque está iniciando su combate al tráfico de drogas no puede recibir otro adjetivo que no sea la de estúpida. Volver a la persecución, la represión y la judicialización de quienes deberían tener la libertad de consumir la droga que deseen, es meterse en una máquina del tiempo hacia la década de 1960, en una época donde se mezcló el rechazo a los consumidores con algo de moralismo y política anticomunista.
Pero más allá de eso y para dar cuenta de los argumentos técnicos, cito como lo ha hecho este periódico, este hilo de Johnattan García Ruiz en Twitter, quien cree que si el gobierno estuviera interesado de verdad en atender el problema de las drogas desde un enfoque de salud pública, debería tomar decisiones similares contra el alcohol o el tabaco. Pero difícilmente lo hará porque ahí vuelve a entrar en el juego el libertinaje económico: ambas son industrias de poderosos empresarios, incluso financiadores de nuestros gobernantes.
Sigue explicando García Ruiz que el alcohol cobra 10 veces más vidas que el uso de las drogas en el rango de 10 a 24 años. Además, en la población en general en Colombia, para 2016 el consumo de cigarrillo se llevó la vida de algo más de 20 mil personas, el uso de alcohol produjo más de 10 mil muertes, mientras los fallecimientos asociados a las drogas estuvieron en 1.500. La idea no es ser apologistas del consumo de drogas, pero sí ponerlo en sus justas proporciones.
También, ha surgido por estos días un argumento falaz según el cual la sentencia de la Corte Constitucional que avaló el porte de una dosis mínima de droga en Colombia “ha disparado” el consumo en la población. La realidad es muy diferente, pues de 2004 a 2016, se ha reducido de un 11 a un 9.7% quienes consumen marihuana, cocaína, basuco y éxtasis, que fueron las drogas representadas en esta gráfica. El reto, sin embargo, está en las nuevas sustancias a las que se enfrentan los jóvenes y que requieren especial atención de los familiares, antes que del Estado.
Dicho lo anterior, la obsesión de un sector de la sociedad que insiste en tratar como un delincuente a quien es adicto o a quien simplemente consume drogas de carácter recreativo (para pasar el rato, para relajarse, para inspirarse, para soportar una carga de estrés, etc) termina como casi todo en Colombia, alentado por un concepto moral muy subjetivo, que apela al discurso efectista de darles “protección” a las familias y los niños.
Pero, ¿qué culpa tiene quien se quiera fumar un porro o “meter una pepa” que el Estado colombiano no haya sido capaz de combatir efectivamente a los narcotraficantes con estrategias diferentes a las de las últimas tres décadas, o que los padres de familia no les hayan dado a sus hijos los suficientes elementos para que no entren en el mundo de las drogas?
Por estos días que el tema ha estado tan álgido, he leído testimonios realmente conmovedores de quienes alegan que las drogas han destruido sus familias, que el tratamiento para un adicto es bastante complejo y que por eso hubieran preferido que se prohibiera el consumo de drogas en las calles desde hace tiempo. Entendible. Pero ¿por qué no comenzaron por educar a sus familiares sobre las graves consecuencias y daños en diferentes ámbitos que implica el consumo de esas sustancias?
En una sociedad libre como en la que estamos, el damnificado no puede ser el que sin ser narcotraficante, ni adicto, termine pagando los platos rotos de la ineficiencia de dos actores: el Estado y la familia.
A pesar de que tiene una alta carga de concepción política, la explicación que da el recién posesionado senador del petrismo, Gustavo Bolívar, al problema de las drogas, se centra en el descuido al acompañamiento para nuestros jóvenes. Según cuenta, el presupuesto nacional para deporte en el país ha caído de $628 mil millones en 2017 a $320 mil millones para el próximo año, mientras la cultura también ha padecido un recorte desde $429 mil millones hace dos años a $336 mil millones para 2019. Son explicaciones alternativas en busca de soluciones diferentes a la misma represiva que ya por medio siglo se ha intentado en todo el mundo.
Y aquí se suman los argumentos políticos, pues hay quienes creen que la estrategia del gobierno Duque, por más incoherente, inconveniente, inconstitucional y difícil de aplicar, le apunta a levantar la tibia aprobación con la que comenzó su mandato, con un 40% de respaldo según el Gallup Poll, muy distante al inicio de otros gobiernos cuando la popularidad del presidente de turno ha sobrepasado el 70%.
Alentado por el “Operativo Reprobados” de la Fiscalía, que demostró algo que viene pasando por décadas: que en los colegios y universidades venden drogas, nos quisieron meter en la necesidad de un decreto represivo para enfrentar un problema a partir de una solución ya probada y fracasada.
Además, el texto que está para comentarios antes de entrar a regir en 15 días, tiene una perla adicional que podría abrir la puerta a la penalización de quienes lleven su droga. En la última página dice: “El porte y tenencia de cantidades que excedan la dosis personal será judicializado de conformidad con la normatividad vigente”. Sin embargo, ese aparte choca con la sentencia de la Corte Suprema de Justicia cuando falló el caso de un joven adicto en Bello, Antioquia, a quien le determinaron que podría portar la cantidad de droga “que le fuera necesaria para atender su adicción”, dentro de la llamada dosis de aprovisionamiento, que para algunos excede lo que ya permitido por la Corte Constitucional, pero para otros es el correcto tratamiento desde un enfoque de salud para alguien que es adicto.
El paso a paso hacia la legalización que requiere un problema inmenso como este (quizá el más grande para el país por ser el motor de nuestra violencia) puede empezar con centros administrados por el Estado, en los que se provea a los adictos de estas sustancias para que no terminen alimentando las redes criminales, valorizadas además por el prohibicionismo. En Bogotá una estrategia como esta ya se intentó, pero la ideología no la dejó progresar.
¿Cuándo valorarán las palabras de Marina Escobar, que aunque dichas con rabia siguen estando cargadas de sensatez? ¿Cuándo se darán cuenta de que la libertad no solo es para que el mercado haga y deshaga, sino también para que el individuo haga lo propio consigo mismo? En ambos casos se seguirá necesitando al Estado regulador, mas no al prohibicionista. Pero este gobierno, equivocadamente, ya escogió ser este último.