El Cuento

Publicado el ricardogonduq

El extraño de las gafas

El apabullante calor que se sentía en el pueblo sobre las dos de la tarde solo podía calmarse con un vaso de limonada helada, con poca azúcar, que Rosmira solía hacer en la cocina de su casa antes de atender a los clientes que llegaban casi a las tres a unos metros de distancia en su depósito de café, luego de que fueran publicados los nuevos precios diarios del bulto del grano.

Esa tarde, mucho antes de que llegaran los Gutiérrez, los Saldarriaga y los Manrique, sus tres principales compradores, se acercó a su local un hombre alto, de bigote poblado, acuerpado, recién afeitado en su cara, pero sobre todo, había que insistir, de bigote frondoso. Y es que por más llamativas que pudieran ser sus zapatos o el hecho de que caminara cojo, lo que no dejaba de mirar Rosmira, casi hipnotizada, era ese mostacho denso, oscuro, que contrastaba con una dentadura blanca, casi perfecta y envolvente, que tenía abrumada a esta viuda, encantada con esa inesperada visita.

El hombre, quien se presentó como Ramón Vásquez, no hubiera podido ocultar el nerviosismo que lo poseía, si no hubiera sido por el impacto que causó en su ahora interlocutora, quien estaba dispuesta a ayudarlo en su extraña solicitud. Vásquez se presentó como funcionario de la empresa eléctrica del departamento y además de pedir prestado el baño, había solicitado hacer una revisión de todo el local, según él para constatar el estado del cableado y de las tomas que proporcionaban la energía.

Mientras Ramón se adentraba en el depósito por un pasillo que terminaba en un solar, Rosmira se había movido fugazmente hacia su cocina para llevarle a su apuesto visitante un poco de la limonada de las dos de la tarde que le había quedado. Eran las dos y veinticinco y el hombre del bigote se había detenido en el solar que estaba al final de la propiedad de la viuda. Allí empezó a tomar medidas con una cinta de metro y miraba hacia arriba fijándose en un muro no muy grueso ni muy alto, que separaba el depósito del banco del pueblo. Para hacerlo, por cuenta del intenso sol que caía a esa hora sobre el solar, se puso unas gafas oscuras Oakley piratas, que tenía guardadas en el bolso de cuero que llevaba colgado de izquierda a derecha.

En ese momento, Rosmira ya había bajado las escaleras que conectaban con la cocina y con una bandeja sobre sus dos brazos, empezó a buscar a Ramón por todo el local, ansiosa de coquetearle con su vaso de refrescante limonada. No habría sido inconveniente para ella que el hombre hubiera cruzado sin permiso dos salones hasta llegar al solar, ni que estuviera haciendo medidas extrañas, que no guardaban relación con la supuesta función que venía a desempeñar, encargado por la empresa eléctrica. Lo que a ella le generó desconfianza y la llenó de susto fue haberlo visto con las gafas oscuras. Verse reflejada con su bandeja, su vestido, su peinado, su misma expresión de temor en los lentes de Ramón, quien había pasado de ser el atractivo del bozo, al extraño de las gafas.

A Rosmira le generaba una profunda desconfianza que alguien ocultara su mirada detrás de unas gafas como esas, por lo que le entregó temblorosa el vaso del refresco y le preguntó, a manera de presión, si ya estaba próximo a terminar el trabajo que tenía pendiente. Él le contestó que tardaría unos minutos, que se convirtieron en eternos para la viuda de 56 años, pero que no le dieron pie para preguntarle lo que hubiera querido: qué era lo que realmente estaba haciendo o buscando en su depósito.

Enterado del cambio de actitud de Rosmira y al sentirse presionado, Ramón no volvió a mostrarle su dentadura casi perfecta a la mujer, a la que por más prístina que hubiera sido, ya no le podría generar el mismo interés de unos quince minutos antes. Por eso, guardó su metro y afanado porque se sentía descubierto en la falsedad de su propósito, no le dejó a la mujer ningún comprobante que lo relacionara con la empresa eléctrica.

Ramón salió del depósito Casa Verde faltando cinco minutos para las tres de la tarde. Al abandonar el lugar, Vásquez se percató del nombre del lugar por el aviso que tenía expuesto Rosmira en la calle y esbozó una sonrisa, la misma que le volvió a dirigir a la atemorizada viuda, que ya no pudo responderle igual.

Minutos después, los clientes del jueves, que para esa oportunidad eran los Manrique, llegaron al depósito para ofrecerle a Rosmira lo de siempre, baratijas a cambio del café que ella tenía, una especie de atraco que se repetía cada tarde con las tres familias, sin que la mujer pudiera hacer o decir mucho, pues se sentía intimidada por los jefes de esos clanes, que le prohibían hacer negocio con los exportadores de café que llegaban cada viernes al pueblo, si no quería terminar como su esposo, don Gerardo.

Al día siguiente, los Saldarriaga, los Manrique y los Gutiérrez, vendieron todo el café que le habían mal comprado durante esa semana a Rosmira por una cifra casi cuatro veces superior a la que habían hecho negocio con la pobra viuda. Los jefes de las tres familias, cargados y hasta incómodos con el peso de los billetes que se habían ganado a costa del esfuerzo de otros, fueron presurosos a guardar el dinero en el banco del pueblo, el cual sacarían al otro día para ir a hacer las grandes y ostentosas compras a la ciudad.

Ese viernes, pasadas las nueve de la noche, todos ya estaban durmiendo, incluso ya lo hacía Rosmira, quien al otro día tenía que levantarse a iniciar el proceso de cada inicio de semana: ir a recolectar café. Pero esa noche, algo pasó. Una cuadrilla guerrillera, comandada por Ramón Vásquez, quien en realidad era conocido como alias ‘Muisca’, asaltó el banco del pueblo y se llevó todo el dinero que estaba allí guardado, que era principalmente las ganancias de los tres caciques familiares.

La alarma del banco se activó, lo que despertó a Rosmira. Mientras tanto, el ‘Muisca’, que ya se había hecho un mapa mental del mejor lugar para escaparse del banco por una salida por donde no llegara la Policía, se escabulló junto a sus cuatro hombres por el solar de la viuda y cayeron al depósito. Cargados con siete tulas llenas de billetes, corrieron por el extenso zaguán que los llevó a la calle, en donde un jeep los esperó para hacerse a la huida. Los hombres no dejaron rastro de su paso por la casa de Rosmira, salvo una de las siete tulas cargadas de dinero y encima de ella, las gafas Oakley piratas.

Amaneció y mientras la policía seguía sonando las sirenas para buscar a los cinco guerrilleros comandados por el ‘Muisca’, la pobre viuda ya no tan pobre, tenía en su baño el dinero equivalente a lo que pudo ganar en cinco años vendiendo el café a buen precio y por supuesto, había dejado de tenerle miedo a la gente con lentes oscuros.

 

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