La revista The Economist del 11 de mayo, en páginas editoriales, se refiere a las pandillas latinoamericanas. Bajo el título “Violencia mortal” sostiene que “El enfoque de mano dura no solo conduce al autoritarismo. No funciona”. Para ilustrar su tesis se refiere al incremento extraordinario de la violencia en Durán, Ecuador, y afirma que, aunque América Latina representa apenas el 8% de la población mundial, allí ocurre un tercio de los asesinatos del globo.

En la sección dedicada a Las Américas, de la misma edición, publica dos artículos adicionales sobre el tema. El primero lleva el título de “Mano nula” y proclama que: “La región más violenta del mundo necesita un nuevo enfoque frente al crimen organizado.” El otro se titula “Líbranos del mal”, y a manera de subtítulo dice que: “En zonas rurales de Colombia, las pandillas son el Estado de facto. Imponen el conservadurismo social a través de medios espeluznantes”.  

Es evidente que, en algunos centros hegemónicos de la opinión mundial, se generaliza sin pestañear y se ejerce una facultad auto atribuida de llamar las cosas, las personas y los países, como suene más conveniente al gusto del calificador. 

No importa que desde el norte de México hasta al sur de Chile haya una distancia más grande que la que separa a Nueva York de Estambul. Calificar, o descalificar, a América Latina, se hace con una facilidad incontrolada. Con el efecto, injusto y devastador, de que esos calificativos incontestados se convierten en verdades artificiales que hacen mucho daño a ese 8% de la población mundial, dueña de esa enormidad y llena de complejidades que resultan eclipsadas por las contundentes proclamas de esos pontífices. 

No se puede ocultar que la violencia está presente en muchas instancias de la vida latinoamericana. Las cifras de la revista no mienten. Es más, en algunos aspectos se pueden quedar cortas, pues además de las muertes que produce el narcotráfico, relacionado indefectiblemente con los grandes centros de poder del mundo, incapaces allá de controlar el fenómeno, hay otros tipos de violencia que afligen a los ciudadanos de países de nuestra América. 

No otra cosa puede ser, sino violencia, la acción de cualquier dictadura, disfrazada o no, que limita libertades elementales, como la de emprender una actividad, manifestarse sobre un asunto público, u obtener un pasaporte. A lo cual se agrega la violencia verbal, con sus misiles de odio, capaces de producir efectos devastadores en el ánimo pacífico de las almas. De manera que no haya contradictores políticos sino enemigos personales y que la paz se vuelva un concepto con el cual se juega, y se usa como parapeto para promover la discordia. 

Sin perjuicio de la admiración que merece el mundo británico, con su protagonismo democrático y su auténtico ejercicio de libertades, el señalamiento de América Latina como “la región más violenta del mundo” permite recordar los peores ejemplos del comportamiento imperial. 

Hace no mucho tiempo, un embajador europeo clamaba en Bogotá por la paz, y mostraba su espanto, justificado, por la forma como la violencia se hacía presente en la vida colombiana. Hasta que a un estudiante se le ocurrió comentarle sobre el número de muertos y heridos de la Primera Guerra Mundial, que sucedió hace apenas un siglo, y cuyos protagonistas fueron principalmente países europeos. 

¡Los cálculos más prudentes hablan de 20 millones de muertos! La mitad de ellos civiles. Y en la Segunda Guerra Mundial el número de víctimas ascendió a cerca de 80 millones, de los cuáles 50 millones correspondieron a civiles. Ninguna guerra parecida ha tenido lugar jamás en América Latina. Como tampoco se encuentra, en la formación de los estados del continente, esos detalles espeluznantes de la manera como a lo largo de muchos siglos se produjo la formación de los estados europeos contemporáneos. Además, claro está, de las acciones coloniales de algunos de ellos.

Un libro publicado en 2005 por Caroline Elkins, bajo el título de “El Gulag Británico”, muestra cómo al menos 320.000 kenianos de la tribu Kikuyo fueron encerrados por los británicos en campos de concentración, como parte de una campaña de terror que pudo dejar cientos de miles de muertos, además de haber arruinado incontables vidas a través del trabajo forzado, la inanición y la violación. Hechos confirmados por archivos que habían sido cuidadosamente escondidos, junto con los correspondientes a las demás colonias del “imperio más grande del mundo”, en un depósito secreto cerca de Northampton.

Muestra contundente del espíritu liberal y de la disposición de los británicos a afrontar los debates sobre sus propios defectos, y a propiciar tarde o temprano el imperio de la justicia, es el hecho de que la obra de Elkins motivó un proceso que terminó con el reconocimiento de la culpabilidad del gobierno británico y la indemnización a unas cuántas víctimas kenianas de la tristemente célebre acción de “control” de los Mau Mau. 

La tarea de la profesora Elkins resultó complementada más tarde con otro libro suyo, “Legacy of Violence: A history of the British Empire”. Allí se aprecia la forma como ese imperio ejerció la violencia por varios siglos en diferentes lugares. Y figuran las crueldades de la Guerra de los Boers, los esfuerzos por impedir la independencia de Irlanda, las modalidades de control de la India, Chipre, Irak, Malasia y Palestina.

Para completar el cuadro de actores y regiones caracterizadas por la violencia, se podrían recorrer los recuentos de las andanzas de otros imperios europeos en diferentes regiones del mundo. Para no extenderse en eso, y con la mirada puesta tan solo en las últimas décadas, basta con ver las fotografías de la destrucción de Grozny, la capital de Chechenia, en la Europa Oriental, reducida a escombros por los rusos, al comienzo de este siglo. También se debe recordar la muerte, en 1995, de 8.000 hombres y adolescentes bosnios musulmanes, todos europeos, en una noche y a sangre fría, por parte de comandos serbobosnios, en Srebrenica, territorio balcánico europeo, dentro de una “Zona de Seguridad de la OUN”. 

Cuando llevamos ya más de ochocientos días de una nueva guerra europea, por cuenta de la agresión rusa contra Ucrania, cuyas imágenes de destrucción aterran al mundo, el presidente francés advierte, como lo señaló la misma revista The Economist en su edición del 4 de mayo, que “Europa está en peligro de muerte”. En simultánea, los muertos en Gaza, en su mayoría civiles, suman ya más de 35.000, con el notorio castigo a mujeres y niños. Semejante espectáculo de destrucción física, y de castigo moral, no se ha visto nunca en América Latina. Muestrario de violencia al que hay que agregar el condenable ataque de Hamas en Kibutz del sur de Israel, donde mató a sangre fría a más de mil civiles desarmados. Como también hay que sumar los muertos en Cisjordania, las víctimas de ataques quirúrgicos en Siria o el Líbano, y los autores de lluvias de cohetes sobre Israel, en represalia. 

A la luz de todo lo anterior, y vistos los procesos históricos de manera panorámica, que cada quién haga sus cuentas para establecer si hay derecho a considerar a la América Latina como “la región más violenta del mundo”. O si, por el contrario, hay quienes se atribuyen la potestad de calificar a los demás sin recordar su propia violencia, al tiempo que omiten tener en cuenta tragedias inenarrables que suceden hoy mismo, y cuyos protagonistas nada tienen que ver con nuestra América. 

Una modalidad de verdadero imperialismo contemporáneo puede ser el logro de imponer ideas prefabricadas que terminan por ser aceptadas, sin tomarse el trabajo de contradecirlas, de manera que se convierten en moneda corriente en el trámite de las relaciones entre países, regiones, estados y civilizaciones. Y no es justo que, en ese contexto terminemos en América Latina por ser los peor calificados.

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