Maritornes siente una nostalgia muy rara. Es como si hubiera perdido una especie de patria, que estaba construida en su interior a base de palabras. Las de ahora, algunas, no las reconoce, o a fuerza de oírlas como plato único conceptual, la confunden o la dejan en Babia. Pertenecen a ese otro país hacia el que, sin saberse bien cuándo, hubo una migración masiva que la arrastró consigo. Su corazón tardó en darse cuenta de que no hablaba el idioma del nuevo país porque pasa como cuando los idiomas se parecen, y uno cree que entenderá, pero que al final están llenos de “falsos amigos”, de esas palabras que no quieren decir lo que uno cree que quieren decir porque se parecen a otras que uno conoce pero que tienen otro significado.
Como un exiliado que añora los platos de su niñez, extraña que le hablen de los conceptos que le eran familiares en su infancia y juventud. Echa de menos que le hablen en el idioma de sus padres, cuando la gente no era verraca sino perseverante y exitosa, o luchaba con tesón. Todo no era tan chévere o bacano sino estupendo, excepcional, espléndido o fantástico, entre múltiples otras posibilidades. Y si uno quería describir a una persona destacada en su campo se le ocurrían otras cosas que no fuera “una tesa”.
Insiste ella, por ejemplo, por lealtad con su patria interior, en hablar de compasión, de pudor, de decencia, de austeridad, de frugalidad, de caridad, de rectitud, de honorabilidad, de franqueza y de pulcritud. Insiste en mantener vivo el recuerdo de su país lingüístico, aunque se pierda nostálgica en sus recuerdos, como esos abuelos que tratan de describirles a sus nietos unas tierras que amaron, y que para su prole ya no significan nada.
Es de cierto modo una lucha contra una suerte de deforestación en que la riqueza de especies es reemplazada por infértiles y monótonos chamizos que destierran una multiplicidad de fascinantes especies. Y como no sería descabellado pensar que al reemplazar las palabras, o al perderlas, se están reemplazando o perdiendo también las ideas que representaban, se esmera en mantenerlas a flote —a riesgo de parecer ridículamente anacrónica— en procura de salvar, por ahí derecho, la forma de ver la vida que esas palabras denotan. Piensa por ejemplo si al entrar en desuso la palabra “pundonor” (Sentimiento que impulsa a una persona a mantener su buena fama y a superarse) haya entrado también en desuso el comportamiento que la palabra describía.
Ella reconoce que el lenguaje tiene que estar vivo para incorporar neologismos que describan nuevas realidades, pero siente que el proceso tiene forma de embudo: muchas palabras variadas, ricas y expresivas pasan por el cuello del embudo y salen al otro lado convertidas en dos o tres neologismos que reemplazan una colorida variedad de opciones. Y por eso continúa, con ecológico celo, procurando reforestar el que fuera un frondoso bosque de palabras.