- Empieza como el deseo del caballo que corcovea para sacudirse de encima el jinete. Es una urgencia, un llamado inaplazable del espíritu. La piquiña por tener menos objetos, menos adornos, menos ropa, menos libros, menos recuerditos, menos fruslerías que recojan polvo aparece ahora con bastante frecuencia en las conversaciones. Es un llamado a recuperar la libertad de la que nos privan las posesiones que hay que cuidar, así como una conexión con las necesidades del planeta, un fastidio moral con la sobreproducción —y sobrecompra—, de ropa desechable, de empaques dobles y triples para tres chécheres sin importancia, la sensación de estar saturados por la abundancia de opciones que parece exceder por mucho cualquier necesidad real.
El minimalismo aparece como una opción profundamente atractiva, y las fantasías no versan sobre cómo poblar los espacios sino sobre cómo encontrar la forma de vaciarlos y reducirlos a una blancura espaciosa que invite a la paz, o a pensar en cualquier cosa diferente de cómo almacenar, sacudir y ordenar cosas y cositas. Sin embargo, es curioso cómo ciertas personas que lograron sacar adelante la titánica tarea de despojarse de todo lo que en su criterio debía salir de sus manos reportan que el estado resultante les produjo depresión. En última instancia lo fascinante del ejercicio de desechar artilugios, revistas, zapatos viejos, pulseras, fotos borrosas y relojes detenidos es justamente que nos obliga a cuestionarnos sobre el tipo de relación que tenemos con los objetos, y especialmente a descubrir si los hemos conservado por su valor intrínseco —porque nos ofrecen genuino placer estético o funcional—, o porque por allá en los resquicios recónditos de la psiquis nos representan un mensaje emocional o afectivo que no hemos podido traducir de otra forma, y que permanece anclado, y sin descifrar aún, en el objeto.
Lo cierto del caso es que Maritornes ha sentido el llamado, y se ha puesto manos a la obra. Una parte fascinante del proceso ha sido descubrir cuánto más fácil es acumular que limpiar, cuán difíciles son de superar los proverbiales frenos encarnados en “y si después lo necesito”, y “pero es que fue un regalo de…”, “la moda vuelve”, “apuesto a que apenas ya no lo tenga, voy a necesitarlo”.
No se trata solo de consideraciones de bienestar psicológico. Tenemos sin duda una obligación con el planeta de replantearnos la forma como consumimos, y de no cerrar los ojos a la realidad de que cierta forma de comprar apoya el ignominioso sistema de lo desechable con todas sus perniciosas implicaciones ecológicas y sociales. Así que por una razón, o por la otra, o por las dos, no está mal que el caballo corcovee hasta liberarse de su carga. Y no está mal tampoco, de ninguna manera, que nos volvamos compradores más conscientes y más sabios para no dejarnos echar encima la enjalma de lo inútil.
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